martes, mayo 16, 2017

Es un milagro que dos personas puedan entenderse algo



Obra de Dan Witz
La mayoría de los sobreentendidos son los culpables de la ocurrencia de malentendidos. En un sinfín de ocasiones sobreentendemos información que no tiene nada que ver con la que nos han querido transmitir, lo que no impide que nos relacionemos con ella como si fuera indudable. Un sobreentendido se transforma al instante en un malentendido si los interlocutores no participan de la misma convención semántica adjudicada no sólo a un significante, sino a la constelación de significantes en los que se expresa una idea, una propuesta o una promesa. Precisamente para evitar el florecimiento de sobreentendidos solemos entablar animadas conversaciones en las que a través del despliegue de preguntas y respuestas se esclarezca el contexto semántico de los participantes. No obstante, muchas de estas conversaciones, en vez de adelgazarlo, engordan el sobreentendido hasta convertirlo en un malentendido adiposo. Todo esto sin listar los habituales encontronazos entre la comunicación analógica (paralenguaje y lenguaje corporal) y la digital (las palabras). Aquí doy por hecho que no hay contradicción entre ambos lenguajes y que la caligrafía de nuestros gestos mantiene agradable concordancia con el mensaje de nuestro verbo.

El corolario de la comunicación con conjuntos semánticos no aclarados es la incomunicación.  Si entre dos o más interlocutores existe una interpretación semántica divergente de un mismo significante, la comunicación se enlodará y la comprensión será una baza harto imposible. Hete aquí un auténtico semillero para los malentendidos y los focos de disensión en la acción humana. Kant prescribía que nunca se nos ocurriera discutir con un idiota porque a los pocos minutos la gente tendría muchas dificultades para discernir quién lo era y quién no (ver artículo), y yo creo que esta prescripción puede ser válida igualmente cuando uno habla con alguien que utiliza palabras de fisonomía similar pero encuadradas en marcos semánticos diferentes. Se puede parafrasear a Kant y exhortar a la siguiente conducta prudente: «Nunca discutas con quien habita en palabras parecidas a las tuyas, pero con significados distintos. Es muy probable que a los pocos minutos no sepas de qué te habla y te haga caer en la cuenta de que él tampoco sabe de qué le estás hablando tú».

Hace poco le leí a Javier Marías en uno de sus artículos dominicales que «la capacidad para manejar el lenguaje determina la calidad de nuestros pensamientos». El léxico y la sintasis en la que el verbo toma forma inteligible colorean el mundo, y su pobreza convierte a ese mismo mundo en un contorno difuminado y decolorado. Somos el individuo que vive entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser, y ese hiato se rellena con el lenguaje verbal de la fabulación. Los seres humanos habitamos en las palabras que pronunciamos y en las que no pronunciamos cuando el silencio conspira contra nosotros, en el marco sintáctico y semántico en el que construimos  el relato en el que  nos narramos, pero ese séquito de palabras, ese mobiliario léxico, puede albergar connotaciones muy disímiles según qué oídos lo acojan para transportarlo al cerebro y licuarlo en estructuras con sentido y significado absolutamente subsidiarias de cómo uno está instalado en el mundo. Yo defiendo que la mayoría de los conflictos se deben a problemas de comprensión nacidos de la utilización de palabras que significan cosas muy distintas para personas que creen que significan lo mismo. La expresión coloquial diálogo de besugos, o la también muy descriptiva discusiones bizantinas, se refieren a este tropismo lingüístico. He escrito muchas veces que la palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse. Me reafirmo en ello, pero la realidad quedaría escamoteada si no agrego que también puede ser la distancia más larga entre dos cerebros separados apenas por unos centímetros. A todos nos compete saber en cuál de las dos situaciones nos encontramos. Y actuar o hablar en consecuencia.



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martes, mayo 09, 2017

No es lo mismo ser listo que inteligente




Obra de Alyssa Monks
La semana pasada escribí un artículo titulado La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. Muchos lectores comentaron (ver aquí) y compartieron conmigo la alegría que les había supuesto leer que la bondad cursaba con la inteligencia. Afirmaban que en un mundo cada vez más competitivo y afanado en la lógica depredadora de la razón económica la conducta bondadosa era catalogada de tonta, y les aliviaba toparse con un texto que defendía rotundamente lo contrario. A mí me resulta muy paradójico comprobar cómo los sentimientos de apertura al otro se malentienden como sentimientos ingenuos y poco funcionales, pero siempre y cuando esos sentimientos broten en el segmento público. En el reducto privado estos sentimientos (compasión, bondad, generosidad, amor, perdón, concordia, gratitud) son festejados como lo más excelso que anida en el alma humana. Me provoca perplejidad que, simplemente mutando el escenario, el mismo sentimiento pueda ser la aspiración más loable de un ser humano y simultáneamente la más inocente.

«¿Se puede ser bondadoso sin ser inteligente?», me preguntaba una lectora. Para responder a una pregunta así no nos queda más remedio que definir qué es la inteligencia (la bondad la desentrañé en el artículo citado). Como todas las grandes palabras, la inteligencia guarda varias acepciones, y la respuesta varía según cuál de ellas utilicemos. La inteligencia puede ser entendida como la capacidad cognitiva que al desplegarse sobre una actividad nos permite hacer una tarea concreta de manera resolutiva. Es habilidad y proceso a la vez. Pero la inteligencia también es la capacidad afectiva que nos va constituyendo como la persona que somos y nos va acomodando sentimentalmente en el mundo. No se trata de una actividad destinada a hacer, sino a ser. No posee valor instrumental, sino vital. Teniendo en cuenta ambas dimensiones, mi tesis es que la bondad te hace afectivamente inteligente y la inteligencia afectiva bien empleada te hace bondadoso. Este es el  motivo de que se pueda dar la paradoja de que una persona muy inteligente cognitivamente pueda ser poco o nada bondadosa. Para que la inteligencia, tanto la cognitiva como la afectiva, funcione correctamente es necesario que aplique en sus cálculos el pensamiento creativo, el pensamiento crítico y el pensamiento ético. Estos tres vectores marcan la diferencia entre el listo y el inteligente, según la elocuente terminología del lenguaje llano.

El listo posee envidiables tasas de inteligencia, pero está magnetizado para emplearla con pocos escrúpulos en exclusivo beneficio propio. Nada de los otros que oblitere sus intereses le conmueve, o se muestra perezoso y empatícamente laxo. El inteligente también abriga altas tasas de esa misma inteligencia operativa, pero, además de utilizarla para el interés propio, no se olvida de la importancia que supone que los demás asimismo puedan alcanzar sus intereses. Se preocupa de la suerte colateral del prójimo con el que le anuda la interdependencia. Por eso es mucho más inteligente que el listo. Cuando esta inteligencia se imanta de mirada ética hablamos de sabiduría. Michael Tomasello explica en las páginas de Por qué cooperamos el motivo para defender que estamos delante de una persona netamente inteligente: «Cuanto te brindo ayuda para que desempeñes tu rol también me estoy ayudando a mí mismo, pues el feliz término de tu actividad es necesario para el feliz término de la actividad común».  El listo sufre miopía para avistar el rédito mutualista, o para desearlo en el espacio comunitario del que sin embargo se nutre. En su ensayo Supercooperadores, el biólogo y matemático Martin Nowak postulaba que si en un ecosistema habitan muchos listos (él los denominaba parásitos, aquellos que solo aspiran a satisfacer sus intereses aun a costa de perjudicar el interés de todos) los inteligentes (los cooperadores) se acabarían convirtiendo en primos (aquellos que piensan en el interés común en un contexto en el que la gran mayoría intenta optimizar el interés privado). Con su conducta el listillo no transforma en tonto al inteligente, como divulga cierto discurso social. Sin proponérselo, el listo convierte al inteligente en un ser todavía más bondadoso y generoso.



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martes, mayo 02, 2017

La bondad es el punto más elevado de la inteligencia

Obra de Alyssa Monks

Hace unas semanas escribí que la bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo ahora en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Suelo definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que el bienestar pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y que en personas sentimentalmente bien construidas suele ser devuelta con la gratitud. En la arquitectura afectiva coloco la bondad como contrapunto de la crueldad (la utilización del daño para la extracción de un beneficio), la maldad (ejecución de un daño aunque no adjunte réditos), la perversidad (cuando hay regodeo al infligir daño a alguien), la malicia (desear el perjuicio en el otro aunque no se participe directamente en él). La bondad es justo lo contrario a estos sentimientos que requieren del sufrimiento para poder ser. 

La bondad coaliga con la afabilidad, la ternura, el cuidado, la atención, la conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos sentimientos y conductas predispuestos a incorporar al otro tanto en las deliberaciones como en las acciones personales. Se trataría de todo el aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro. Según la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los sentimientos también tienen razón, serían los dispositivos afectivos de apertura al otro. La amabilidad es aquella acción en la que tratamos al otro con la bondad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo. Intentar colmar nuestros propósitos pero teniendo en cuenta también los del otro es una conducta muy sabia para que los demás la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del curso de acción. Ser bondadoso con los demás es serlo con uno mismo, con nuestra común condición de seres humanos empeñados en llegar a ser el ser que nos gustaría ser. Ayudar a que la felicidad desembarque en la vida de los demás es ayudar a que también desembarque en la nuestra. De ahí que no haya mayor beneficio social para todos que la magnitud cooperativa, que se nutre de la bondad y la ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en distintas palabras. Para incorporar la bondad en el trajín diario hay que brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo absolutamente absorto en un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson defiende que la bondad se cultiva. En su instituto entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios acercan a su mente a una persona que aman, reviven una época en la que esta persona fue aguijoneada por el sufrimiento y sopesan qué hacer para liberarla de ese dolor.  Luego amplían el foco a personas que no les importan y finalmente a personas que les irritan. En este breve recorrido se puede sintetizar en qué consiste humanizarnos. 

Recuerdo que en una entrevista le preguntaron a Michael Tomasello, uno de los grandes estudiosos de la cooperación, por qué podemos ser muy amables con la gente de nuestro entorno y luego ser despiadadas en otros contextos, como por ejemplo en el laboral. Su respuesta fue muy elocuente. Tomasello argumentó que nuestros valores varían en función de en qué círculo nos movamos. No nos comportamos igual con la persona conocida que con la desconocida, con los miembros de nuestro círculo electivo y de sangre que con los que conforman el regido por lo azaroso y lo interino. Homologar ambos comportamientos es una de las grandes aspiraciones de la ética, qué podemos hacer para pasar del círculo íntimo  la arena pública con la misma actitud empática, cómo realizar esa transacción desde el ámbito afectuoso al ámbito de la plaza donde el afecto pierde irradiación. He intentado explicarlo en mi nuevo ensayo. Se trataría del paso del afecto a la virtud (Davidson afirma que en los circuitos neuronales la virtud activa la zona motora del cerebro), del sentimiento a la racionalidad del sentimiento. En Los siete pecados capitales, Savater aclaraba algo que nos atañe a todas como personas enclaustradas con otras personas en el mundo y por tanto cautivas de gigantescos bucles de interdependencia que no podemos obviar: «Las virtudes no se aprenden en abstracto. Hay que buscar a las personas que las posean para poder aprenderlas». He aquí la importancia de la ejemplaridad en el paisaje social. Yo suelo decir que para la sensibilidad ética un ejemplo vale más que mil palabras, siempre que sepamos qué palabras queramos ejemplificar. En el plano ético la teoría especulativa es poco persuasora. Sabemos qué es la bondad, pero para aprenderla necesitamos atestiguarla en personas consideradas valiosas por la comunidad y replicarla con asiduidad en nuestra vida. Pocas tareas precisan tanta participación de la inteligencia, pero pocas agradan tanto cuando se automatizan a través del hábito. Cuando alguien lo logra estamos ante un sabio.