jueves, octubre 13, 2016

Crisis de valores, festín de especuladores



Obra de Alex Katz
Cuando escucho la expresión crisis de valores suelo sonreír. En el debate público se suele emplear para designar un escenario de depreciación de los valores que nos humanizan. Rara vez se especifican cuáles son y qué funciones sentimentales acarrean en nuestro andamiaje afectivo. Parece que quien señala la crisis de valores da por supuesto que tanto él como su interlocutor tienen bien delimitado el marco de significaciones en el que se mueven. Siento decir que la mayoría de las veces no es así. La expresión crisis de valores también se flamea para demonizar el presente como si en el pasado esos mismos valores hubiesen vivido una época alcista. Los valores que nos humanizan siempre han estado en crisis y basta con leer a tratadistas de hace varios siglos para constatarlo. El hombre es un descubrimiento muy reciente, defendía Foucault, que es una manera de señalar que ser persona es una tarea que hemos empezado a desempeñar evolutivamente hace muy poco tiempo. Quiero decir que en tiempos remotos no había crisis de valores porque no había valores.

Cuando se habla de crisis de valores yo siempre apelo a la relación vinculante entre la trinidad que conforman los valores éticos, los valores personales y los valores financieros. Dicho más sencillamente: la relación de vasos comunicantes que entablan la razón cívica y la razón económica. El imperativo biológico del dinero, y su impúdica desnudez provocada por la crisis financiera de 2008 y por todas las crisis incubadas a lo largo de la historia, demuestran que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las preferencias y contrapreferencias que dan sentido a la experiencia de vivir. El escenario posibilitador de la especulación y de la inversión (sus fronteras son muy tibias y cuesta balizar el principio y el final de la una y de la otra) necesita la fragilización de todo aquello que impide su irrupción inicial y su eclosión ulterior. La especulación anclada en bienes materiales necesita que se opere sobre el deseo, sobre ese borbotear que provoca la presencia de una ausencia. Existe toda una taxonomía de deseos, pero los tres basales son el deseo de ampliar posibilidades, el deseo de vinculación social y el deseo de alcanzar confort psíquico y material. En realidad esta triada es nodal, y la consecución de uno de los deseos provoca el crecimiento en el otro. También al contrario, si uno de estos tres deseos se desinfla irrevocablemente deshinchará el porcentaje de satisfacción de los otros dos.

Toda la producción en la que se basa la civilización del trabajo intenta mutar el contenido de estos deseos que metabolizan la vida y la construcción de autoestima. No es gratuito que uno de los principios de la pedagogía comercial consista en intentar crear rápidamente la sensación de necesidad en el cliente, o que a principios del siglo pasado se considerara impúdico mostrar las mercancías en los escaparates puesto que azuzaban el deseo del transeúnte. Carlos Castilla del Pino recuerda que el sentimiento surge para la satisfacción del deseo, así que esta mutación es en realidad una manipulación sentimental. Si la vida sentimental es una constelación formada por emociones, sentimientos, cognición, eje axiológico, deseos y conductas, la deflación del mundo ético provoca un disturbio sentimental que se neutraliza con la satisfacción del nuevo deseo promovido por los prescriptores sociales y económicos que extraen un beneficio de ello. En los paisajes valorativos depauperados «tener» equivale a «ser», aunque para «tener» uno haya tenido que dejar de «ser» (ser es aquello que queda de nosotros cuando lo hemos perdido todo, según feliz definición de Erich Fromm, siempre tan preocupado por estos asuntos). Es imposible que crezca la titularización de valores financieros si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Dicho como si fuera un lema. Crisis de valores, festín de especuladores.



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martes, octubre 11, 2016

Dos no se entienden si uno no quiere



Obra de Alex Katz
Existe una locución que esclarece que «dos no riñen si uno no quiere». A mí me gusta parafrasearla y colocarla en la dirección contraria: «dos no se entienden si uno no quiere». Es una aplastante obviedad porque el diálogo es una empresa cooperativa. Todo entendimiento con el otro solicita una artesanía de índole mutualista. Cuando hablo de entendimiento me refiero a la reducción de las tasas de disensión, no necesariamente a la construcción de un consenso. Entender al otro no es exclusivo sinónimo de estar de acuerdo con él. La etimología de la palabra diálogo corrobora esta tesis. Diálogo se deriva de dia (que circula) y logo (palabra). Podemos definir diálogo como la palabra que circula. Le podemos suministrar además el propósito de su circulación: es la palabra que circula para que decrezca la ignorancia que los interlocutores poseen el uno del otro. En el primero de los cuatro capítulos del libro La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe, porque sin esta estructura de la razón comunicativa es harto difícil que ninguno de nosotros podamos establecer segmentos de inteligibilidad con nadie. El entendimiento, o la compatibilidad educada de la disparidad, que persigue la palabra que circula entre nosotros no se puede alcanzar de manera unilateral. Indefectiblemente necesitamos la cooperación del otro.  Esta cooperación es primordial como procedimiento, pero sobre todo es nuclear como actitud. 

La mejor definición de diálogo se la leí de forma causal hace unos años a Emilio Lledó.  El filósofo describía magistralmente el diálogo como las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. He necesitado muchos años de estudio para atreverme a decir ahora que sin bondad no puede emerger el diálogo. La arquitectura del diálogo necesita la predisposición ética, la pacífica inclusión de mi interlocutor en mis deliberaciones y en mis juicios con el deseo de atenuar la disensión. La ausencia de un sentimiento de apertura al otro como la bondad es una disfunción que anula el engranaje de este enorme hallazgo de la inteligencia. En Ética de la hospitalidad, el también filósofo Innerarity explica que «la organización respetuosa de las diferencias implica una disposición a dejarse interpelar por otros puntos de vista, algo muy contrario de la conservación obstinada de la propia peculiaridad». La mayoría de las fricciones que trata de neutralizar el diálogo se deben a que perseguimos que nuestro interlocutor acepte nuestros enunciados apodícticos (aquellos que no se pueden afirmar si son verdaderos o falsos) y renuncie a los suyos. Todo lo relacionado con nuestras deliberaciones cursa con nuestro gigantesco andamiaje sentimental (emociones, sentimientos, pensamientos, tabla axiológica, deseos, expectativas, capital empírico), y en ese macrocosmos singular no hay verdades ni falsedades, ni veracidades ni mendacidades, ni razón ni sinrazón, ni errores ni aciertos. En el mundo deliberativo dos afirmaciones antagónicas no se destruyen, sino que el diálogo se yergue en el instrumento que intenta entenderlas sin necesidad de eliminarlas. Sólo se puede percibir claramente esta magnitud con la participación sentimental de la bondad y el trato ético cuando esa misma bondad se convierte en virtud. Dicho con una especie de tautología muy sencilla y casi nemotécnica: «sólo se puede entender si se quiere entender». Sólo se pueden encontrar evidencias mancomunadas que superen a las anteriores si uno acepta que hay que buscarlas con la ayuda cooperativa de los mejores argumentos. El sitio donde se celebra esa búsqueda se llama diálogo. El lugar donde circula la palabra.


(*) El viernes 21 de octubre hablaré sobre el diálogo en la conferencia inaugural del Primer Congreso de Gestión de Conflictos y Mediación Ciudad de Bormujos (Sevilla).  Será a las cinco de la tarde. Más información aquí.

(*) Y los días 25 y 26 de Noviembre participaré en las IV Jornadas Nacionales de Mediación, que este año se celebrarán en Salamanca. Desde el atril defenderé "El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas".



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jueves, octubre 06, 2016

La cara es el escaparate del alma



Obra de Felipe Achondo
La acepción popular asegura que la cara es el espejo del alma,  pero a mí me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales, cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto a la organización urdida por cualquier otro. Este es el sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida afectiva. Allí se acuna todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad. 

La cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos. En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.

El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.



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