jueves, febrero 11, 2016

El miedo encoge la imaginación


White doors, de Andrej Glusgold
El miedo es un poderoso instrumento para doblegar voluntades. Es una de las emociones básicas con las que la naturaleza nos ha dotado genéticamente. Su función es avisarnos de una amenaza, o anticipar la llegada de un peligro que contraviene nuestro equilibrio. Esta función tan pragmática acarrea dos riesgos añadidos de considerable tamaño. El peligro del que nos avisa la emoción del miedo puede ser real pero también puede ser ficticio, y además no provenir del resultado de servirnos de nuestra propia inteligencia, sino de escuchar y aceptar acríticamente el relato de un tercero que busca un beneficio personal. Hace años definí el auténtico poder como la capacidad de una persona para orientar en la dirección deseada por ella la voluntad de otra, pero contando con su beneplácito. Esta apostilla es fundamental y es la que permite conceder a ese poder la vitola de genuino. Si alguien necesita amenazarnos para que hagamos su voluntad, esa persona tiene muy poco poder sobre nosotros. En el curso de la universidad Loyola Andalucía he deliberado en clase sobre una celebérrima frase atribuida al gángster Al Capone: «Se puede conseguir más con una pistola y una palabra bonita que solo con una palabra bonita». Es una concepción muy ruda del poder. No es genuino poder. Comparto aquí mi nueva definición: «Tiene poder aquella persona, organización o institución que a través del miedo es capaz de atrofiar nuestra imaginación, o llevarla a un ángulo muerto para que no percibamos otras posibilidades que las dictadas por ellos».

En la literatura de la negociación se estudia cómo la ausencia de una alternativa al mejor acuerdo negociado (BATNA según el acrónimo en inglés) nos hace muy vulnerables a las propuestas de la contraparte. Se inicia así una negociación desigual nacida de una asimetría de posibilidades o, y esta disyunción es nuclear, una asimetría en la percepción de las alternativas. Como el miedo inhibe la creatividad, la trampa cognitiva  consiste en que percibamos que no hay alternativas, lo que no significa que no las haya. He titulado inexactamente este artículo porque el miedo encoge nuestra imaginación en la dirección en que salimos airosos, por supuesto, pero la estira en aquella otra en la que fantaseamos un resultado desfavorecedor. Basta con despertar esta respuesta tan primaria para sojuzgar a una persona o a millones de ellas. El miedo es primitivo, pertenece a nuestra programación genética, no necesita la venia de la racionalidad para activarse. El miedo puede rebajar a cualquier ciudadano a la condición de súbdito, a cualquier persona a la condición de subordinado de otra. Fumigar de miedo un paisaje es muy sencillo en entornos piramidales y muy sencillo también en entramados sociales si se dispone de los artefactos necesarios para llevar a cabo la fumigación. El ser humano ha inventado la forma verbal del futuro para que el presente tenga un lugar a donde ir, pero es en ese futuro donde el miedo adquiere carta de naturaleza. Toda amenaza se ubica en el futuro, y es allí donde también se empadronan los miedos, tanto los reales como los apócrifos. La mayor parte de nuestros miedos deliberan sobre cosas que nunca sucederán. Nuestro cerebro es una compleja máquina de producir predicciones, pero en ocasiones el miedo le hace embaucarse así mismo, o dejarse embaucar, e inhabilita al pensamiento a pensar alternativas. No hay mejor mecanismo de sumisión.



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martes, febrero 09, 2016

La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma

Afternoon-Light, obra de Carrie Graber
Las emociones básicas forman parte de nuestra infraestructura genética. Las llevamos insertas en nuestros circuitos nerviosos a través de los genes. Poseen funciones adaptativas, informan sobre nuestra situación, tabulan datos y ejecutan aceleradas hojas de cálculo y análisis. Traen, en palabras de Damasio, «marcadores somáticos», señales de cómo  nuestro organismo procesa la situación. Cuando somos conscientes de las emociones se convierten en sentimientos. No podemos modificar el reducido repertorio de emociones básicas, pero sí podemos variar la respuesta elicitada por ellas en nuestra conducta. En el interesantísimo ensayo La regulación de las emociones, sus autores José Miguel Mestre y Rocío Guil definen la tristeza como el momento en que «experimentamos la pérdida o el fracaso, real o probable, de una meta valiosa, entendida como un objeto o una persona. Hay una baja activación del arousal y valoraciones negativas». En el enciclopédico Diccionario de los sentimientos de J. A. Marina y Marisa López Penas la especifican como «un sentimiento introvertido, de impotencia y pasividad». Luego realizan una apasionante expedición léxica por la aflicción, la amargura, la pesadumbre, el abatimiento, la desolación, la congoja, la tribulación, la desesperanza, el duelo, la melancolía, la añoranza, la nostalgia, la saudade. Es muy delatora esta arborescencia léxica para delimitar un sentimiento. Las palabras nacieron un indefinido día para hacer inteligible lo sentido por alguien en una situación muy concreta. Esto significa que cada vez que eliminamos o desconocemos palabras para compartir nuestra vida afectiva, rodeamos matices, detalles, apreciaciones, excepciones, singularidades. Nos volvemos borrosos para quien nos escucha y también para nosotros mismos. En momentos tristes no siempre sentimos lo mismo, y consignar esa heterogeneidad sentimental con una sola palabra nos empobrece, nos desenfoca, nos desdibuja.

Experimentamos tristeza cuando un suceso desfavorable obstruye nuestros intereses. Se desencadena cuando algo deseado no ensambla en el mundo como habíamos planeado. Frente a la aflicción sin un motivo diáfano que supone la angustia, en la tristeza la realidad ha desestimado la implantación de un deseo familiar. La tristeza por tanto siempre viene acompañada de una expectativa incumplida, que no humillada ni oprobiada, porque cuando la causa es injusta prorrumpe el enfado o la indignación. También se experimenta cuando este desenlace le ocurre a otra persona con la que nos sentimos muy vinculados. Su tristeza nos afecta porque nos tenemos afecto. La tristeza inicia un proceso de interiorización para ordenar el desorden provocado por el desajuste entre lo que esperábamos y el resultado cosechado. Ha habido una pérdida y a partir de ese instante se inicia una concienzuda labor de introspección. La tristeza nos expatria del mundo. A mí me encanta repetir una frase que ya empleé en el libro La educación es cosa de todos, incluido tú: «La tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». 

Los psicólogos predican que la tristeza es una llamada de atención al otro. La apagada expresión facial, el encogimiento, la mirada cabizbaja y sus influencias fisiológicas encarnadas en escasez de energía y desdén por toda actividad motora, son una clara y muy visible petición de ayuda para que nuestro grupo de referencia acuda a rescatarnos. Se produce una paradoja muy llamativa. Cuando estamos tristes no nos apetece estar con nadie y a la vez solicitamos que alguien nos libre de la cautividad a la que hemos sido condenados. Asimismo se corre el riesgo de que un exceso de tristeza provoque deserciones en el grupo de apoyo. Quizá por miedo al contagio, quizá porque resulta descorazonador, quizá porque obligue a un gasto adicional de esfuerzo, no nos gusta compartir tiempo con alguien que ha hecho de la tristeza su residencia habitual e impide cualquier plan para sacarlo de allí. A pesar de todo lo que podemos aprender con lo que nos enseña la tristeza, son malos tiempos para ponerse triste. El pensamiento positivo penaliza la tristeza puesto que nos conduce a una supuesta pasividad (puntualizo que pensar nunca es un estado pasivo, al contrario, pocas actividades suponen tanto ajetreo). Responsabiliza de la tristeza al propio sujeto que la padece como decisión personal. Al permitir que los acontecimientos lo aflijan al releerlos como pérdida, concede permiso para que la actitud taciturna y acaso el desánimo entren en su vida. Como una de las maneras de regular las respuestas emocionales consiste en reestructurar su valoración cognitiva, el pensamiento positivo culpabiliza al que no recicla la tristeza en una palanca de motivación. Entristecerse no es anómalo ni constitutivo de analfabetismo emocional. No entristecerse nunca, sí. Es una anomalía y una torpeza. Es como hacer pellas el día en que en clase se explica lo más interesante de la asignatura.



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martes, febrero 02, 2016

Los demás habitan en nuestros sentimientos



Obra de Alex Katz
Resulta desconcertante nuestro afán por minusvalorar el impacto de los demás en nuestras vidas. Aristóteles ya comprobó que los demás son irrenunciables para la persona que somos y abrevió esta certeza en el archiconocido «el hombre es un animal político por naturaleza». Añadió un corolario imprescindible que sin embargo no ha cobrado tanta notoriedad: «Y quien crea no serlo es un dios o es un idiota». En un hermoso libro titulado El animal racional e interdependiente, el filósofo Alasdair MacIntyre defiende el papel protagonista de los demás en tanto que nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad hacen que cada uno de nosotros seamos existencias anudadas a otras existencias. Nuestra condición de seres interdependientes es vitalicia, pero parece que solo somos capaces de sortear nuestra miopía para percibirla de un modo diáfano en la infancia y la vejez. Entremedias se abre el reino de un individualismo que considera a cada uno de nosotros autosuficiente y propugna que uno puede alcanzar todo aquello a lo que sus méritos se hayan hecho acreedores. Al utilizar un avieso sistema de atribuciones la teoría individualista desdeña deliberadamente el medio ambiente social y los recursos que posibilitan el desarrollo de destrezas y capacidades. Ocurre lo mismo con el pensamiento positivo. Individualiza todos los procesos que permiten la intrusión en la felicidad, olvidando que la felicidad personal requiere indefectiblemente un entorno de felicidad política. En su último ensayo, Despertad al Diplodocus, Marina lo explica con su habitual claridad: «La felicidad subjetiva es un sentimiento intenso de bienestar, mientras que la objetiva es el conjunto de condiciones sociales, económicas, institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad subjetiva». Quizá los demás nos importan tanto que cuanto menos lo sepan, mejor, y ese es el motivo de tratar al otro y el entramado donde se efectúan las interacciones con tanta desidia.

La relevancia de los demás en nuestras vidas es tan mayúscula que un porcentaje elevado de nuestros sentimientos se construye en función de cómo articulamos nuestra relación con ellos. Realmente no nos relacionamos con las personas que conforman esa agregación llamada los demás, sino con la imagen que tenemos de ellas, que es nuestra, no suya. La profesora de Psicología Itziar Etxeberría clasifica las emociones sociales en función del resultado favorable o desfavorable surgido de nuestra comparación con el otro. En el premiado ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero también cartografía los sentimientos dividiéndolos en cuatro momentos generados por el amor (eros) y el odio (misos)  a uno mismo y al otro. En las experiencias interpersonales las combinaciones posibles alumbran una copiosa ristra de sentimientos de poderosa onda expansiva en la conducta y en la personalidad de los sujetos. Si el yo se compara y sale bien parado se apropiará del sentimiento de orgullo (no confundir con ser orgulloso), pero si no lo regula bien puede devenir en arrogancia, soberbia, vanidad. Si el yo se parangonea y sale desfavorecido puede padecer sentimientos de envidia (la aflicción que nace de contemplar la prosperidad ajena, sobre todo en el grupo de referencia) y celos (sentir al otro como una amenaza que puede provocarme una pérdida). Si el yo sufre la desaprobación del otro sentirá vergüenza, o la sentirá igualmente si los ojos del otro contemplan cómo uno no está a la altura de las metas que presupone la estandarización social. Si transgrede normas e inflige daño a otro sentirá una culpa que servirá para la reparación y también para contrapesar o inhibir futuras acciones.

Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio  publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.



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