viernes, octubre 30, 2015

La convicción


Pintura de Alex katz
Acaba de echar a rodar la decimotercera edición del curso de Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (UPO). El curso lo impartimos docentes de la Escuela Sevillana de Mediación dirigida por Javier Alés y Juan Diego Mata. Hace unos días compartí con los alumnos mi primera de las varias clases que daré a lo largo del curso.  Intenté demostrar dos principios críticos en la gestión y resolución de las diferencias que nacen de ese destino irrevocable para cualquiera de nosotros que es la convivencia. El primer elemento rector es que en situaciones de interdependencia es literalmente imposible alcanzar una solución si no se cuenta con la cooperación de la otra parte. Un escenario de interdependencia es aquel en el que uno no puede satisfacer un interés de manera unilateral. Necesita la participación del otro, y no una participación cualquiera, sino llena de singularidades. De no ser así, el conflicto se podrá terminar, aunque no solucionar. Concluir un conflicto y solucionarlo pueden parecer semánticamente términos análogos, pero no lo son. Muchos conflictos se terminan sin solucionarse y es una mera cuestión de tiempo que vuelvan a erupcionar. De ocurrir así, su erupción será más virulenta. Recuerdo una metáfora de Siri Hustvet en su novela El mundo deslumbrante que me sirve ahora para ilustrar aquí la imagen de los conflictos cerrados en falso: «las hojas dejan de  moverse justo antes de una gran tormenta». Un conflicto terminado pero no solucionado tiende a «volcanizarse» y a «balcanizarse». Nada recomendables ambos escenarios.

El segundo gran principio engrana con el primero. La dimensión cooperadora y sobre todo el compromiso de mantenerla sólo se conquista con la emergencia de la convicción (a mí me gusta recordar que una negociación no persigue un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado). Aquí podemos rotular el epicentro de todo. Ni imposición, ni manipulación, ni coerción, ni convención, sólo la convicción como génesis de la solución de un problema entre dos o más personas, instituciones u organizaciones. En la clase cité una hermosa reflexión de Malala, premio Nobel de la Paz en 2014, la niña paquistaní que con doce años recibió un balazo que le atravesó la cara rozándole un ojo y cuya bala huyó milagrosamente por uno de sus hombros. Los talibanes la quisieron asesinar porque desobedeció el mandato de no ir más a la escuela. Malala siguió yendo todos los días. Entonces defendió que «se consigue más con un lápiz que con una pistola». La explicación es sencilla. Las palabras encapsuladas pacífica y educadamente llevan en germen un poderoso poder transformador, un dinamismo demiúrgico, una inercia creadora. Una palabra puede cambiar el cerebro del que la almacena y puede modificar el cerebro del que la recibe. En esta realidad y en la preciosa y sucinta afirmación de Malala se cimenta toda la arquitectura de la convicción. A explicarla me dediqué el resto de la clase. Tangencialmente haré lo propio el resto de clases.



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martes, octubre 27, 2015

Humillar al otro es humillarte a ti



Face, de Vianey
En uno de los pasajes del revelador y recientemente publicado ensayo Capitalismo canalla, su autor, el profesor de Sociología de la Complutense César Rendueles, afirma que la lógica de subordinación y algunas de sus propensas conductas de humillación que se toleran en los lugares de trabajo serían impensables en cualquier otra parcela de nuestra vida. La explicación de esta tolerancia es muy sencilla. Al no tener otra alternativa de subsistencia que la asalariada, y comprobada la brutal carestía de empleos y la masiva demanda de ellos, aceptamos en los dominios laborales abyecciones cotidianas destinadas a magullar nuestra dignidad con tal de mantener el puesto de trabajo. En la literatura de la negociación esta situación se denomina negociación desigual, nacida de una paupérrima capacidad de presión sobre la contraparte. Pero yo quiero colocar la lente reflexiva en otro ángulo de observación. La pregunta que a mí me borbotea en un escenario así es por qué alguien desde el blindaje de la jerarquía sojuzga a un semejante. Desde visiones éticas es algo no sólo reprochable, sino incomprensible. En el aforismo 135 del libro Aflorismos,  Carlos Castilla del Pino explica por qué lacerar la dignidad del otro es atentar contra la propia: «Respetar al otro es respetarse. No hay manera de sentirse digno faltándole al respeto a alguien. Porque el otro soy yo, no por consideraciones morales sino porque, de hecho, ese otro es el que me hace ser. En suma, el otro no es ni siquiera mi prój(x)imo: soy, en parte, yo». De este modo degradar al otro es degradarme a mí. Más degradación todavía si me aprovecho de un contexto de vulnerabilidad y sumisión en el que mi conducta ominosa no puede ser objetada por quien la padezca. 

Casualmente la semana pasada leí en las páginas de Ciencia del diario El País una entrevista a Michael Tomasello. Se trata de un investigador norteamericano y profesor de Antropología cuyo ensayo Por qué cooperamos a mí me ayudó mucho para el proyecto educativo Pedagogía de la cooperación. En la entrevista le preguntaban por qué, aunque seamos cooperadores y competidores simultáneamente, muchas personas no se preocupan de tratar a los demás de un modo justo. La respuesta de Tomasello fue muy perspicaz: «Eso puede suceder, sí. Otra forma de pensar sobre ello es fijarte en cómo tratan a sus amigos y su familia. Incluso gente que es muy competitiva en otros contextos, como en los negocios o donde sea, son muy generosos en su entorno de amigos y familia». Surge aquí otra pregunta inevitable. ¿Cómo es posible que alguien pueda ser en unas situaciones tan amable y ser luego tan despiadado en otras? La respuesta de Tomasello es de una sencillez parvularia: «Lo que pasa es que estas personas juzgan de manera distinta qué condiciones aplican a las personas que pertenecen a su grupo y a las que no». 

En esta respuesta se encierra la perentoria necesidad de educarnos en aspectos cardinales vinculados a las Humanidades. Necesitamos tomar conciencia de que todas las personas formamos parte de un mismo y mancomunado proyecto. Hemos advertido que convivir es mucho más enriquecedor que simplemente vivir. Hemos querido dejar deliberadamente atrás la selva y civilizarnos al considerarnos sujetos valiosos y por tanto acreedores de una dignidad cuya validez descansa en que todos la consideremos recíprocamente intocable e inalienable. Deberíamos tratar al otro con la misma consideración que solicitamos para nosotros porque el otro también somos nosotros (puesto que con él compartimos la ficción malabar de la dignidad y nos necesitamos mutuamente para convertirla en real). El respeto que el otro muestra por mi dignidad y yo por la suya hace que la dignidad deje de ser una ficción y se convierta en un valor que dirige y eleva nuestra conducta. Si se extingue la conciencia de interdependencia, si suprimimos la vinculación afectiva o la capacidad empática con quienes no compartimos proximidad física, si no sentimos que los fines de los demás son mis propios fines y viceversa, si nos sentimos inconexos del contrato social y ético que es la convivencia, es muy sencillo caer en la inercia de humillar al otro y cosificarlo como medio para nuestros intereses. Pero si fortalecemos la conciencia de un proyecto compartido llamado Humanidad, se incrementan mágicamente las posibilidades de ver en el otro una prolongación de nosotros mismos y de comportarnos conforme a ese hallazgo. A todos nos atañe fomentar unos escenarios u otros sabiendo qué consecuencias traen anexionadas. O colaboramos con el macroproyecto o lo saboteamos. No hay más opciones para nuestro comportamiento.



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jueves, octubre 22, 2015

Tiempo remunerado / tiempo libre


Paseo, de Didier Lourenço
Por increíble que parezca existen personas que poseen dos vidas. Yo siento decepcionar a los que de vez en cuando se dan un paseo tranquilo por este Espacio Suma NO Cero, porque confieso públicamente que solo dispongo de una. Cuando señalo que existen personas que dan simultánea hospedería a dos vidas, no estoy esgrimiendo una hipérbole, lo único que hago es repetir con rigurosa literalidad sus propias palabras. Los propietarios de dos vidas suelen emplear la expresión vida profesional en contraposición a su vida personal, o a la inversa, como si efectivamente hubieran logrado la proeza biológica de multiplicar o dividir por dos la experiencia de estar vivo. Los que se relatan a sí mismos desde el ángulo de observación de sus dos vidas suelen citar mucho todo lo relacionado con su vida profesional, aunque sea para quejarse de la vampirización que esta vida aplica a la otra vida. Esta multiplicación o división de la unidad indisoluble que es vivir puede provocar situaciones controvertidas. ¿Es vida personal o es su antagonista levantarse todos los días para ir a trabajar? El café con tostadas de la mañana, ¿es un café para que coja fuerzas la vida profesional, o se trata de un simple tentempié para que espabile la vida personal? Por muy evidente que sea que en el ecosistema laboral uno elige qué quiere compartir y qué contenidos considera apropiados o no para conversar con sus compañeros, cuando uno entra en el lugar de trabajo, ¿quién es el que realmente se mete hasta allí dentro? ¿Se puede dejar a la persona que somos en el recibidor y a la vez acercarnos hasta la mesa donde nos espera una jornada por delante? 

A mí me gusta emplear la distinción más razonable de tiempo remunerado y tiempo libre. Resulta difícil separar estas regiones de tiempo en un mundo en el que cuando alguien te pregunta qué eres en realidad te está preguntando en qué trabajas. Esta coloquial sinonimia delata con sencilla transparencia que los resortes identitarios de una persona y su cotización en los entramados sociales se abrazan a su destino laboral. Lógico que se haya instalado en la producción de significados compartidos el sofisma de que el trabajo dignifica, cuando paradójicamente es por la obtención de un trabajo cada vez más escaso y después por no perderlo cuando más fácil y más personas la pierden. La nueva retórica ha colonizado el imaginario hasta el extremo de que mucha gente utiliza el término absoluto vida adosándole un adjetivo para referirse a la realización de un menú de tareas retribuidas, por muy absorbentes y por mucha capacitación que exijan. Puesto que a diferencia del tiempo libre (y por eso precisamente se llama así) el tiempo remunerado es tácitamente obligatorio (aunque luego uno intente elegir o competir con otras personas en qué ocuparlo), si realmente queremos obtener información valiosa de una persona, no le preguntemos en qué trabaja, sino qué hace cuando no trabaja. Si queremos hacernos una idea del tipo que tenemos delante, no intentemos averiguar que piensa, sino qué desea; no nos detengamos en sus palabras, sino en lo que deletrean sus actos. Como todas estas verificaciones requieren una inversión muy elevada de tiempo y energía, tendemos a economizar calibrando rápidas asociaciones para convencernos de que sabemos algo de alguien simplemente porque ahora ya sí hemos conocido cómo rellena su tiempo remunerado. Leyendo hace unos días el libro de aforismos que publicó Carlos Castilla del Pino con el genial título de Aflorismos, me encontré con uno tremendamente perspicaz: «Diferenciar entre quién se es y qué se es. Lo segundo es accesorio y, como tal, perecedero». Pura pedagogía.



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