Resulta sorprendente ver cómo, al
hilo de la inadjetivable matanza de los dibujantes del semanario Charlie Hebdo por miembros yihadistas, el
debate público se pierde en cuestiones que deberían estar embebidas por nuestra
conducta democrática y argumentativa. La constante aclaración de algunos postulados básicos de la argumentación, incluso con muertos aún sin inhumar a los que se les ha hurtado la vida por haber expresado ideas disímiles con pacífico humor, demuestra que no es así. Todavía tenemos que aprender a tramitar ideas propias y ajenas y a convivir sin susceptibilidades en mitad de ese tráfico denso. Existen muchos tics en nuestra conducta verbal cotidiana que revelan este tremendo desconocimiento, la neblina que nos envuelve en el paisaje de algo tan omnipresente como es ofrecer una opinión y por tanto exponernos a que nos la cuestionen. En conversaciones coloquiales cuajadas de opiniones divergentes es frecuente escuchar expresiones tan desafortunadas
pero tan delatoras de nuestro déficit de tolerancia como «igual que yo respeto tu opinión respeta tú la mía», o «es mi opinión y tengo derecho a que se respete». No,
no es así. La opinión no está blindada a las objeciones, y refutar una opinión no es faltar al respeto ni a la opinión ni a la persona que la deposita en su discurso. Uno tiene derecho a
opinar, pero la opinión puede ser perfectamente rebatida, e incluso,
dependiendo de su contenido, penalizada. Hace casi doscientos cincuenta años Voltaire insistía
en esta sutil diferencia con la que tanto seguimos enredándonos, como se puede
comprobar estos días: «No comparto lo que dice, pero defenderé hasta
la muerte su derecho a decirlo». Toleramos muy mal la discrepancia porque nuestro
analfabetismo argumentativo nos hace confundir las ideas que enarbolamos con la
persona que somos. Normal que consideremos
la objeción de nuestras ideas o de alguna de nuestras creencias como un trato irrespetuoso a nuestra
persona. Necesitamos una pedagogía de la argumentación. Muchos problemas se atenuarían.
Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por José Miguel Valle.
lunes, enero 12, 2015
jueves, enero 08, 2015
La mirada fanática
Obra de Juldmar Vicente |
El fanatismo de cualquier índole, pero especialmente el religioso puesto que se apropia de la soberanía de entidades sobrenaturales dotadas de infalibilidad, es la creencia enfatizada de que mis argumentos son la verdad y por extensión la creencia anexionada de que aquellos que difieren son falsos y merecedores de aniquilación. En la claustrofóbica reclusión de la mirada fanática nada se discute, existe la obediencia ciega, la aceptación sin tacha, la decrepitud hasta el óbito de la inteligencia como herramienta para dudar, el blindaje del dogma, el cortejo fúnebre de las ideas, el prejuicio que sólo percibe aquello que lo engorda obesamente y lo corrobora con complacencia en un bucle inacabable. El fanatismo exacerbado incuba odio al otro, la acumulación de odio degenera en ira, y la ira fanática no sólo es la acción virulenta y sin estilismos en la que se trata de infligir daño a los díscolos de pensamiento, sino que brinca temiblemente la supresión del tabú de matar. Todo esto viene a colación por los atentados yihadistas de ayer en París contra las personas que formaban parte del semanario Cherlie Hebdo. Dicen que la matanza se debe a haber publicado viñetas de Mahoma, pero es una lectura peligrosa que razona el asesinato. No sólo fue un ataque contra la libertad de prensa. Fue un tiroteo contra los que piensan de un modo divergente y se atreven a explicar por qué. Freud lo resumió muy bien. La civilización se inauguró el día en que un congénere insultó a otro en vez de atacarle con un sílex. La regresión a la selva se desprecinta cada vez que alguien ataca a un semejante con cualquier cosa que no sea un argumento.
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martes, diciembre 23, 2014
Tengamos la fiesta en paz (conflictos navideños)
Ya están aquí las Navidades de
2014. Estos días de paz y amor son también días de posibles conflictos y por tanto de funambulismo para no caer en ellos. Al compartir más espacio y más
tiempo con los demás se incrementan las posibilidades de lidiar con diferencias,
problemas, desacuerdos, la necesidad de conciliar intereses divergentes de un modo rápido ante lo efímero del confinamiento navideño. En la mayoría de
los casos se solventan con racionalidad y la suavidad concesionaria del afecto, pero hay escenarios crónicamente balcanizados que hacen de la Navidad
una época especialmente turbulenta. En familias no del todo bien avenidas la tácita
obligatoriedad del peaje navideño usurpa el control sobre la decisión de cómo pasarlas y ofrece una disyunción en la que uno siempre sale malparado. Si no
se acude a la celebración familiar, se puede sufrir demonización o alguna
descalificación vinculada con la desafección familiar o la asociabilidad (que
avinagrará más la relación), pero si se asiste, se acepta que durante esos días puedan
silbar metafóricas balas alrededor de la cabeza en cualquier momento.
Para aumentar la cantidad de
riesgo que hay que gestionar, da la mala casualidad que estos encuentros resumidos en banquetes opíparos suelen llegar inundados de bebidas alcohólicas. Ya se sabe que
el alcohol y el rencor forman una
peligrosa pareja copulativa: el rencor es odio enmohecido y la embriaguez suele
empujar a una sinceridad afiladamente brutal. Una sedimentación de agravios ya
imposibles de fechar puede convertir estos encuentros navideños en un territorio minado. Basta que alguien, enfadado por lo que escucha o
envalentonado por el trasiego de copas y la mal utilizada confianza del árbol genealógico, lance un apunte huracanado para
convertir el encuentro en un vendabal de acusaciones, una azotaina de reproches,
de rencillas no olvidadas, o de conductas reprobables aún impunes
(toda esta antología la bauticé hace unos años como «la exhumación de agravios»). La mayoría de los conflictos se deben a la incomunicación (los malententidos son
los monarcas de las desavenencias), a la analfabetización sentimental (no saber
apaciguar los ánimos, incapacidad para inhibir impulsos primarios, esgrimir una sensibilidad pedestre, elegir el
momento menos idóneo para tratar temas especialmente broncos) y a una
deficiente capacidad negociadora (es frecuente herir la autoestima de aquel al
que luego se le pide abnegada colaboración o la aceptación de lo demandado tras una intervención de puro acuchillamiento verbal). Habrá que repetirlo por
enésima vez. Los conflictos son inherentes a la naturaleza humana. Lo que
diferencia a unas personas de otras no es sufrirlos, es resolverlos bien o mal.
Ojalá estos días seamos lo suficientemente inteligentes para tener la fiesta en
paz. Seguro que sí. Felices días.
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