miércoles, junio 18, 2014

Aparca el coche y hablemos de lo de detrás (Consumo colaborativo 1)

Estos días se ha desatado una polémica en torno a las aplicaciones que conectan a conductores particulares con personas que buscan compartir vehículo en sus desplazamientos. Aplicaciones como Uber o Blablacar se han convertido en el controvertido centro del huracán mediático. Estas herramientas permiten que coches semi-desocupados sean compartidos por varias personas que sufragan conjuntamente los gastos del desplazamiento. Las ventajas de esta práctica son irrefutables. Se lograría la anhelada fluidez del tráfico y ganaríamos tiempo en nuestros desplazamientos diarios. Decrecería significativamente la polución urbana, puesto que al ir los vehículos más ocupados disminuiría su número. Se fomentaría la vinculación social, la saludable experiencia de conocer gente nueva y distinta para humanizar nuestros juicios de valor, y se devolvería protagonismo a los encuentros cara a cara para contrapesar el apogeo de las relaciones virtuales. Se amortiguarían los esfuerzos económicos de cada pasajero al dividir los gastos, detalle no menor dada la actual pérdida de capacidad adquisitiva de los ciudadanos. Listadas escuetamente las grandes ventajas de compartir coche (enormemente parecidas a las que ansiaba la aplaudida iniciativa del carril VAO), ¿por qué se propaga ahora un discurso en el que estas aplicaciones salen malparadas?

Si las ventajas de compartir coche superan a las desventajas, lo más razonable sería mantener y fomentar esta práctica, y si ocurriera lo contrario, finiquitarla. Sin embargo, la clave a la pregunta no está en las ventajas o desventajas, sino en a quién benefician las ventajas. El discurso oficial reprueba la práctica afirmando que algunos se están aprovechando de ella, han pervertido su finalidad y se están lucrando ilegalmente. Sin embargo estos hechos son muy fácilmente subsanables. La posibilidad de legislar esta actividad de consumo colaborativo para que abandone la clandestinidad o para proteger a aquellos trabajadores que sí cumplen con sus obligaciones tributarias es en realidad un asunto secundario, un árbol que no debería impedirnos ver el bosque. Al criminalizar estas prácticas veladamente se apuesta por sus antagónicas, por un modelo social y económico que desdeña la cooperación y hace de la competición su centro de gravedad. Es evidente que los sistemas cooperativos procuran más ventajas sociales que desventajas, incluidas las derivadas de sus posibles abusos, abusos que pueden ser perfectamente neutralizados con una adecuada normativa. Entonces, ¿por qué desde el Gobierno y los altavoces mediáticos se presentan enmiendas a la totalidad y se promociona la prohibición de este tipo de consumo colaborativo? Quizá porque no se desea que la ciudadanía explore modelos de gestión de recursos que no sean de suma cero. No deja de resultar llamativo que en los discursos se entonen maravillas referidas a la cooperación entre las personas, pero luego esa cooperación se obstaculiza si se emplea en la esfera económica. Curiosa contradicción. Quizá interesada contradicción.

(Texto escrito por María Orellana y Josemi Valle)


martes, junio 10, 2014

Violencia verbal



Obra de Nick Lepard
La semana pasada se publicó una encuesta en la que casi el 40% de los encuestados no consideraba violencia de género las amenazas verbales a su pareja. Tampoco releían como un ejercicio de violencia el control cristalizado en la imposición de horarios férreos, celos desmesurados, perpetua recriminación en la elección de la forma de vestir, en la desvalorización permanente de su pareja. Todas estas conductas no las consideraban ni violencia ni maltrato. Aducían que es mero utillaje verbal y las palabras, creen los ilusos, son la antítesis de la agresión, nada que ver con un puñetazo o una miríada de patadas. Hace unos años me lancé a definir qué es violencia para insertar luego el enunciado en unos manuales. La tarea no era fácil porque siempre encontraba algún resquicio que convertía en endeble la definición, una pequeña grieta que finalmente provocaba el desplome general de la descripción a fuerza de incluir excepciones que abrían el paso a nuevas excepciones.  Finalmente concluí que «violencia es todo acto en el que se intenta modificar la voluntad del otro sin el concurso del diálogo». Esto no significa que en episodios de violencia no aparezcan las palabras, que la violencia sólo sea una agresión física o la amenaza de sufrirla si no se cumplen los deseos del agresor.

Las palabras pueden ser poderosos elementos violentos cuando se utilizan fuera del esquema de la ética discursiva y sólo anhelan infligir daño en su destinatario. En la ética discursiva se busca el entendimiento adheriéndonos al argumento mejor confeccionado sin que nadie sufra lesión alguna por proponer nuevos argumentos que incluso refuten a los expuestos con anterioridad. Cuando el lenguaje se esgrime y se empaqueta en un enunciado que trata de coaccionar en vez de persuadir y lograr paisajes de convencimiento personal, cuando anhela hurtar la dignidad del interlocutor, humillar, miniaturizar la autoestima del destinatario, mancillar el respeto que todos exigimos a nuestra persona, astillar el corazón, provocar paralizante e inhibidor miedo, entonces el lenguaje muta en violencia verbal. Cuando nos secuestra la violencia verbal somos capaces de arrojar por la boca lava léxica que calcina todo lo que toca. O al revés. Somos incapaces de evitar que por nuestra garganta trepen barbaridades que nos deshumanizan nada más ser pronunciadas. No deja de ser curioso cómo la ligereza con la que proferimos algunas palabras lacerantes es inversamente proporcional a la irrevocabilidad de su recuerdo. Hay palabras lesivas que reverberarán encerradas en las paredes del cerebro el resto de nuestra vida. Podremos amortiguar su sonido hiriente, suavizar su brutal significado, mudarlas de contexto para intentar convertirlas en otras más amables, pero no habrá posibilidad de silenciarlas, de conseguir que la corrosión del olvido las extenúe, de ningunear su inquietante presencia pétrea. Hay palabras que duelen como una cascada de puñetazos, pero perduran mucho más tiempo. A veces siempre. Siempre desagregándonos por dentro.



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Humillar es humillarse.
Soy responsable de mis palabras, no de lo que los demás interpreten de ellas.

lunes, junio 02, 2014

En busca de la atención



Vivimos en la econonomía de la atención. Millones y millones de estímulos rivalizan encarnizadamente por atrapar nuestra atención, el recurso más valioso en una sociedad de consumo que ha hecho de la venta de un bien o un servicio el principio rector de la vida. Parece que hemos venido a este mundo a vender o a comprar algo, y todo lo demás que se adosa a la experiencia de existir es una mera nota a pie de página. La ubicua pulsión de vender para extraer un beneficio necesita la inexorable participación de nuestra atención para conocer la existencia de lo que nos ofertan, evaluarlo, compararlo, aceptarlo o desdeñarlo. Esta dialéctica venta-compra nos asetea permanentemente en un ecosistema que se sostiene si consumimos y genera desesperación social encarnada en desempleo si impedimos que nuestro dinero circule con alegría ejecuntando macroscópicos círculos concétricos. A mí me gusta decir que una persona es autónoma cuando tiene la capacidad de colocar su atención donde quiere y no donde le sugiere cualquier otro que no sea él. Con su lenguaje árido la jerga aulal denomina a esta circunstancia el foco de control. Cuando nuestra atención nos desobedece y se posa allí donde son otros los que dictan ese mandato entonces nos convertirmos en personas subordinadas. Sujetos que perdemos autonomía. Son muchos los entes heterónomos que pastorean nuestra atención y hacen que se vuelva díscola a nuestras órdenes. Las circunstancias, el medio ambiente, las personas de algunos círculos de convivencia, las estrategias de marketing, los silentes discursos del inconsciente colectivo, el mercado y su permanente afan por transfigurar deseos en necesidades, los relatos publicitarios, el comportamiento de los demás que señalan unos valores para la cotización social  y deprecian otros, el ejemplo de los líderes, la información que seleccionan los recipientes mediáticos. Todo confabulando para que nuestra atención no sea nuestra.

Despojada de su misticismo y de su abstracción, la felicidad comparece cuando la realidad coopera con nuestros intereses, sí, pero sobre todo cuando construimos intereses verosímiles que mantengan simetría con nuestras capacidades para que permitan al menos en teoría su conquista. Para una tarea tan compleja y muchas veces arbitraria necesitamos el monopolio de nuestra atención y la voluntad férrea de no permitir la entrada a nada que nos la desestabilice con comparaciones nocivas, expectativas desemesuradamente ilógicas y absurdas, con la exacerbación de deseos tremendamente exigentes, con quimeras que nos desnorten y nos borren la referencia de nuestro grupo de iguales, con narrativas sociales que espolvoreadas de un modo aparantemente inocuo asignan a lo venal atributos de felicidad y se los despojan a las cosas sencillas y gratuitas. Encontramos aquí una nueva paradoja. El sistema de consumo necesita hurtarnos la atención y polucionárnosla con relatos que procuren su perpetuación, pero al hacerlo perdemos autonomía. Dicho de otro modo. Para ser felices nos conviene ser inteligentemente autónomos, pero no para mantener en equilibrio la organización social que hemos urdido en torno al mercadeo de bienes y servicios. Otra tensión más que añadir a la colección.