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martes, junio 09, 2020

Saber hablar, saber callar


Obra de Jurij Frei
Prolifera la literatura que ensalza el silencio sin matices, en bloque, como un panegírico a la totalidad silente. Sus adeptos alaban la versatilidad funcional del silencio. Se puede utilizar como un mutismo preventivo que impide importunar a nadie, como pórtico que nos conduce a la necesaria introspección, evita meternos en innecesarios problemas por exceso de locuacidad, nos otorga aura misteriosa si nos dejamos envolver por él, o nos hace pasar por perspicaces puesto que no ofrece delatoras pistas que demuestren lo contrario, etc. También conviene apuntar la existencia de la indecibilidad de ciertas realidades para las cuales las palabras y su codificación se tornan insuficientes. Entonces no nos queda más remedio que callar para no caricaturizarlas. Hablar de lo que hay que callar acaba deformando el paisaje que se intenta describir. Recuerdo una definición de André Comte-Sponville injertada en su libro El amor, la soledad que retrata esta experiencia: «La abolición del discurso, del pensamiento, de lo mental: es lo que llamo el silencio, que es como un vacío interior, por así decirlo, pero a cuyo lado son nuestros discursos los que suenan a hueco». Aunque resulte contraintuitivo, el silencio es silencioso, pero no es mudo. A mí me gusta señalar que en el silencio hay de todo menos silencio. Solemos abrigarnos en el silencio como si el silencio fuera una privación de palabras y por lo tanto trajera anexada una privación de significados, pero no es así. En El silencio, una aproximación, David Le Breton sostiene que el contenido del silencio «describe a lo largo del discurso numerosas figuras llenas de expresividad: conclusión, apertura, espera, complicidad, interrogación, admiración, asombro, disidencia, desprecio, sumisión, tristeza, etc.». Hay una enorme plurivocidad discursiva en alguien que decide no pronunciar palabra alguna. El silencio dice tanto que es probable que por eso no sepamos discernir muy bien qué nos está diciendo. 

¿Qué significa el silencio? ¿Qué grita un silencio en mitad de una cascada de palabras? El silencio es el oxígeno con el que respira el verbo, su condición de posibilidad, el espacio que necesita la fonación para articularse de un modo inteligible y constituyente. En Conversación, Theodore Zeldin sostiene que «sin una conversación, el alma humana está vacía. Es casi tan importante como la comida, la bebida, el amor o el ejercicio. Se trata de una de las grandes necesidades humanas. Las personas confinadas en aislamiento conservan la cordura manteniendo conversaciones imaginarias con ellas mismas». Hablar siempre es hablar con alguien, aunque ese alguien seamos nosotros mismos. Las palabras zarpan de nuestros labios hacia un silencio que las acoge aun sabiendo que esa recepción supone su propia defunción, puesto que la palabra necesita el silencio, pero el silencio languidece cuando la palabra comparece, se intercambia y se hace significado compartido. El proverbio de inspiración árabe aconseja que no se hable si lo que se va a decir no es más bello que el silencio, pero en ningún momento aclara que, si finalmente uno decide no proferir palabra alguna, no esté diciendo algo, y lo que diga de forma silente sea tan agresivo como lo son los golpes y las palabras hirientes. Hay silencios tan virulentos como puñetazos, tan violentos como esas palabras que laceran el concepto que tenemos de nosotros mismos y deambulan por nuestro cerebro durante interminables años haciendo caso omiso a nuestras peticiones de retirada. Recuerdo que hace ya tiempo escribí un texto sobre el silencio punitivo (el silencio con el que se castiga a un interlocutor que demanda palabras explicativas) y una lectora me escribió un correo comentándome su terrorífica experiencia con una pareja que le infligía deliberado daño simplemente manejando maquiavélicamente la temporalidad de los silencios.

En Paradojas de lo cool, Alberto Santamaría afirma que «nuestra realidad es el lenguaje, pero también nuestra realidad son las trampas de ese lenguaje». El lenguaje y su dimensión conceptual duplican la realidad, y señalan aquello que los ojos no ven, que es una de las operaciones medulares de la acción de hablar, pero también pueden afanarse en que no veamos lo que estamos convencidos de ver, que es una de las tareas a las que se dedica denodadamente la retórica de los discursos hegemónicos. Si no hablamos entre nosotros, si no hay movilidad verbal, no nos veremos, pero puede ocurrir que si hablamos demasiado tampoco veamos nada de tanto mirar. A José Saramago le leí hace años que cuanto más se mira, menos se ve, y esta ceguera paulatina suele ser frecuente en la circularidad de los diálogos rumiativos que acaban canibalizándose a sí mismos. La ambigüedad semántica tanto del nominalismo incontinente como de los silencios sobre los que se desplaza el lenguaje articulado se muestran inoperantes para poner punto final a lo que cada vez es menos nítido.  Hay asuntos que cuanto más se tratan, más borrosos se presentan, pero si no se tratan jamás abandonarán su naturaleza informe, he aquí el desestabilizador dilema. Ocurre algo análogo entre decantarnos por la locuacidaz o el enmudecimiento. De los verborreicos solemos quejarnos coloquialmente afirmando que «solo habla él», «no me deja meter baza» o «no escucha nada»; y de los silenciosos solemos decir que «me incomoda que hable tan poco», o la metafórica «hay que sacarle las palabras con un sacacorchos». Este artículo se iba a titular El silencio toma la palabra, pero finalmente lo he cambiado por Saber hablar, saber callar. El verbo más relevante de esta oración no es hablar ni tampoco callar, sino saber cuándo es oportuno refugiarse en las palabras y cuándo en el silencio que les brinda la vida. Creo que ahí radica la inteligencia discursiva. Elegir a cada instante la palabra o el silencio que demanda cada momento.



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martes, febrero 05, 2019

Violencia es no poder decir no

Obra de Lina Stenqvist

En el recientemente publicado y muy recomendable Crítica de la razón precaria (Catarata, 2019), del filósofo Javier López Alós, me encuentro con una sucinta definición de precariedad: «aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Es fácil utilizar idéntico argumento para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado me resulta atractivo por su brevedad lapidaria, su sonoridad de eslogan, su evocación para el ejercicio reflexivo. Sin embargo, yo añadiría un matiz medular para que ganara en reciedumbre discursiva: «Violencia es no poder decir no a algo injusto». La propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser arrojado a escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del deterioro, es connatural a la violencia. Siempre me ha gustado diferenciar con nitidez entre el que formula una propuesta injusta y el que la acepta. He percibido con el transcurso del tiempo que se ha producido una subversión de atribuciones. Se culpabiliza al que acepta lo inaceptable, o se le reprende no haber acumulado méritos para soslayarlo, y se exime de toda responsabilidad al que lo propone. Entre los proponentes no solo pienso en personas, pienso asimismo en ideologías económicas y políticas que promocionan ecosistemas ideales para ofertar degradación y humillación. Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede voltear para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva el castigo de vivir en la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. Lo contrario de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia.

Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence. Esta idea es la clave de bóveda de mi conferencia La convicción es la meta. Es muy fácil expropiar a una persona de la soberanía de su decisión sin llegar a desenvainar la agresión física o a conminar con emplearla. De hecho, quien recurre a ella es porque detenta porciones muy reducidas de poder, o directamente ninguna. La violencia directa y física es muy visible y por tanto muy detectable, al igual que lo es la violencia verbal que se encarna en el exabrupto, el excremento con el que se rellena el insulto, o la barbarización del lenguaje cuando se anhela desangrar el buen concepto que el otro tiene de sí mismo. Más difícil de advertir es la violencia que se da en marcos supuestamente discursivos en los que parece que no hay violencia verbal. Existe un flujo de enunciados que son la prueba de que se produce coerción edulcorada y, lo que es peor, la naturalización de la fuerza coercitiva enmascarada en aparentes procesos de elección. A esta violencia yo la bauticé hace unos años como violencia verbal invisible, noción que cuando la inventé no figuraba en ninguna de las geografías de la violencia. Existe la violencia invisible o psicológica, pero mi acuñación señalaba otras singularidades. Veamos.

«Esto son lentejas», «Si no lo aceptas, ahí tienes la puerta», «Es así o así», «O lo tomas o lo dejas», «Si no lo quieres tú, hay muchos esperando ahí fuera». Todas estas propuestas encarnadas en frases corrientes y aparentemente inocuas no tienen nada que ver con decidir, sino con elegir lo que ha decidido otro. La decisión ha sido confiscada, se ocluye la participación de la voluntad, lo que es una forma opresora de constituir comunidad y por tanto de fecundar unos sentimientos u otros en el paisaje compartido. Hay mucha epistemología en estos latiguillos verbales que decoran la interacción humana y se internalizan en ella hasta mutarla. Cuando se propone sin que medie un proceso de deliberación compartida en escenarios en los que no se puede decir no, el sujeto que recibe la propuesta se convierte en objeto. Hay una reificación del sujeto a través del no discurso. Negar la deliberación y la práctica recíproca de hablar y escuchar es cosificar al otro. Cuando se hurta la acción deliberativa incluso en relaciones ausentes de horizontalidad, cuando se desdeña el intercambio ponderado de argumentos que escrutan operativamente el contexto y sus posibilidades, la evaluación consensuada de alternativas, o la siempre necesaria comparecencia de la inteligencia reflexiva, no hay respeto ni consideración («el otro es siempre condición de discurso», afirma la filósofa norteamericana Judith Butler). Hay imposición. Hay opresión. Hay abuso. Hay indignidad. Hay explotación. Hay violencia.

Es sintomática la compensación entre el descrédito y la anatematización de la violencia instrumental y el incremento acelerado de la invisibilizada e incuestionada violencia estructural. La violencia estructural, término inaugurado por el irenólogo Johan Galtung, logra que haya un artificial y doloroso asenso en vez de disenso al imputar la posibilidad de pronunciar el monosílabo no al que quisiese proferirlo e incluso gritarlo. Galtung define esta violencia como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia. Recuerdo una conferencia que pronuncié en la facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado estrategias y espacios que posibiliten el entendimiento sin necesidad de recurrir ni a la violencia instrumental ni a la estructural, y que esos hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre la fuerza (así se titula mi último ensayo). En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en pulverizarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida humana. Algunos autores lo llaman ética de mínimos. Otros justicia. Otros dignidad. Todos se refieren a lo mismo. Y toda práctica de explotación busca lo contrario.




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