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martes, junio 23, 2015

Responsabilidad digital




Pintura de Sarolta Bang
Con motivo del descubrimiento de varios tuits escritos hace un par de años por un recién elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid haciendo deplorable humor sobre el Holocausto, me he acordado de dos reflexiones de José Saramago que me impactaron mucho cuando me topé con ellas en las páginas de dos de sus libros.  En la novela La caverna, el premio Nobel remarcaba una idea tan contundente como inquietante: «Quien planta un árbol no sabe si acabará ahorcándose en él». En Todos los nombres, plagada de elucubraciones análogas, Saramago también susurró que «hay venenos tan lentos que cuando llegan a producir efecto ya ni nos acordamos de su origen». El pasado tarde o temprano aparecerá para cobrarse la deuda contraída, reembolsarse la devolución de una acción prestada. Las palabras y los hechos que un día pronunciamos o realizamos no son entes aislados. Si los hechos no trajeran adjuntadas consecuencias, el esfuerzo, la paciencia, el empecinamiento, la voluntad, pero también todos sus funestos anversos, no servirían para ninguno de los propósitos que vaticinan. La responsabilidad no es otra cosa que asumir las consecuencias de lo que hacemos y decimos y de lo que dejamos de hacer u omitimos cuando nuestra obligación era llevarlo a cabo o comunicarlo. 

Si el cadáver que una vez arrojamos al río puede subir a la superficie en cualquier instante (como recordaba amenazadoramente el relato popular en los tiempos predigitales), en la era del hipervínculo y el clic el cadáver siempre está flotando. Cierto que el sesgo de confirmación colabora a que todo aquello que uno escriba en la Red pueda ser utilizado en su magnífica contra por quien desee confirmar suposiciones sobre el autor de lo escrito, pero este sesgo tan frecuente en la cotidianidad se exacerba en los parajes digitales. La semana pasada concluí el ensayo Vigilancia líquida de Zygmunt Bauman y David Lyon. Los autores prescriben que «tener nuestra persona registrada y accesible al público parece ser el mejor antídoto profiláctico contra la exclusión», pero simultáneamente y como contrapartida, añado yo, también es una plaza abierta que elimina la privacidad, disuelve la intimidad engolosinándola de vanidad, y cualquier confesión publicitada en una de las intermitencias emocionales del corazón puede alcanzar una audiencia y una resonancia que desborde fácilmente a su autor. Hans Jonas, un grande de la ética de la responsabilidad, postula que «poseemos una tecnología con la que podemos actuar desde distancias tan grandes, que no pueden ser abarcadas por nuestra imaginación ética». Estas distancias, o la propia abolición de la distancia, no son exclusivamente geográficas, también son temporales. Las huellas indelebles del yo digital en el universo on line transforman el pasado en presente continuo, el ayer y el ahora interpenetrados de una contigüidad imposible lejos del mundo de las pantallas. ¿Podremos soportar en nuestros hombros el tamaño de esta responsabilidad cuyos confines son tan gigantescos que todavía somos incapaces de interiorizarlos en nuestra conducta? No lo sé. Mientras tanto que nuestra encarnación digital replique en el mundo online el comportamiento que mantiene en el mundo offline,  sobre todo cuando nos observan.



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miércoles, febrero 11, 2015

La hoguera del capital



Con una prosa de alto octanaje retórico y epatante belleza, una escritura que se pasea por lo poético y lo analítico, Vicente Verdú propone en La hoguera del capital (Temas de Hoy) una excursión serpenteante que recorre todos los posibles elementos  que han concurrido para abocarnos a esta situación de peliaguda crisis económica, política y social, el análisis pormenorizado de un tiempo que fenece y que nos entrega a otro que poco a poco empezamos a desprecintar. Lo hace a modo de mosaico, callejeando por realidades heterogéneas tupidamente interconectadas que dotan de contenido la eventualidad de vivir. Las causas multifacéticas de la gran crisis (hipotecas subprime, entidades bancarias quebradas, delincuencia financiera, estados extorsionados por la especulación depredadora, eliminación de bancos centrales, desorientación vital en la escala de las cosas importantes, etc. ), Verdú las relee y las escudriña como la lujuria del crédito, la patología de la abundancia, el universo del delirio, la descomposición de la política, la aceleración hipertrofiada destinada a conquistar el beneficio crematístico e incrementarlo mágica e insosteniblemente en cada ejercicio, la necrosis de la Unión Europea. Las soluciones para salvar al paciente de una enfermedad tan inclemente y poco nítida no han servido para nada, como ya insistía en su obra anterior El capitalismo funeral: «No saber con certeza lo que pasa, no poder explicarnos cómo el sistema ha engullido tal cantidad monetaria sin ganar o mejorar su debilidad, denota que su raquitismo no halla salvación en la medicina convencional».

A pesar de la imposibilidad de vaticinar nada («el máximo seguro es la seguridad de lo incierto», certeza que explica por qué los economistas han errado en el pasado inmediato y yerran una y otra vez en sus hechiceras predicciones), el autor intuye nuevos escenarios en los que la emoción y la vinculación social serán los protagonistas de la vida de las personas. La tecnología, sobre todo la destinada a afinar la comunicación, y las redes sociales  transparentan el deseo innato de la conectividad, la inercia genética a relacionarnos con los demás, a ser y estar con otros seres, a la interacción con el otro como manera de ser felices y extender posibilidades. Se auguran nuevos y humanizados horizontes donde el dinero en su vieja acepción tendrá una mera presencia subsidiaria. El conocimiento, los goces estéticos, las relaciones personales («la degustación del otro»), las compensaciones afectivas, un progreso de contenido humano (hay que decantarse entre «el crecimiento de las rentas o la rentabilidad de la vida»), ocuparán lugares de privilegio en la jerarquía ética de las personas del nuevo tiempo poscrisis. El ensayo es una loa a la cooperación, a recordar que la humanidad sólo ha prosperado cuando ha aunado fuerzas para la construcción de espacios colectivos. La solución no es una revolución. Es una colaboración. «No es el fin de la Historia, sino el principio de Otra Historia. Una historia inédita que mediante la metamorfosis llevará a un porvenir más saludable y empático, mas cariñoso, complejo y vecinal».