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martes, marzo 01, 2022

Imperturbabilidad ante el dolor que provocas

Obra de Zack Zdrale

En el siglo XVI el humanista Luis Vives criticaba las guerras aduciendo que con ellas nos asemejábamos a las bestias, pero es una afirmación muy inexacta. El comportamiento inhumano, infligir daño instrumental pero desvinculado de la biológica supervivencia, es patrimonio de la humanidad. El reverso de la racionalidad no es la animalidad, es la insensibilidad, que irremisiblemente da paso a la estupidez, en la que por supuesto está subsumida la maldad. El victimario no es irreflexivo, es imperturbable. La obturación de su sensibilidad afectiva le hace tratar al otro como si fuera un simple objeto. Cuando nos topamos con una persona impertérrita ante el sufrimiento que provoca en los demás, decimos que esa persona no tiene corazón, lo que significa que la posesión de corazón estriba en que el dolor ajeno nos concierna para acto seguido atenuarlo y si es posible arribar a sus causas para erradicarlo. Acabo de explicar en qué consiste la compasión, el sentimiento más radicalmente humano. Cuando estamos ante una persona que adolece de falta de compasión nos echamos a temblar. Intuimos que puede cometer cualquier inhumanidad en cualquier imprevisible e irreparable momento. 

En Biografía de la inhumanidad, José Antonio Marina afirma que para conducirnos con inhumanidad es suficiente con pervertir los sentimientos, derribar los parapetos morales y disponer de instituciones que legitimen conductas envenenadas. Lograr la sedimentación de estas perversiones en la agencia humana es relativamente fácil. Basta con despersonalizar al otro, convertirlo en una árida abstracción, atribuirle maldad, confiscarle cualquier atributo que lo humanice para luego rechazarlo categóricamente como interlocutor válido. La historia humana es desoladoramente pródiga en ejemplos que nos indican que cuando las personas con nombres y apellidos desaparecen aplastadas en el tumulto de palabras mayestáticas como países, naciones, estados, geopolítica, territorio, etnia, religión, economía, se amplifican horriblemente las posibilidades de dedicarnos a matarnos en cantidades ingentes. Por supuesto para este fin son imperativas las invenciones científicas afanadas en la creación de artefactos de depredación y muerte, y la gigantesca actividad lucrativa que origina su mercantilización planetaria. También es requisito insoslayable que los estados destinen más recursos económicos en el equipamiento letal para someter y masacrar congéneres que en inversión educativa para extirpar este deseo tan abyecto.

Hace unos años me invitaron a pronunciar la conferencia inaugural de unas jornadas sobre resolución de conflictos. Me encontraba en Barcelona y como la fecha se echaba encima, me puse a ordenar apuradamente los contenidos mientras desayunaba. Había titulado mi intervención con el rótulo «El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas». Quería empezar mis palabras con una definición de diálogo que mostrara su jurisprudencia nada más comenzar mi exposición oral desde el atril. Entonces se me ocurrió afirmar que «el diálogo es el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza». Sigmund Freud señaló que la civilización se inauguró el día en que un ser humano en vez de atacar a su enemigo con la punta afilada de un sílex le profirió un insulto. Aunque probablemente se trató de una interjección soez, ese ser humano utilizó la palabra en vez de esgrimir la fuerza. Fue un salto evolutivo de dimensiones difíciles de mesurar. Cuando un enfadadísimo Miguel de Unamuno arguyó en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el célebre «venceréis, pero no convenceréis» a los que minutos antes habían proclamado la muerte de la inteligencia, añadió algo que se nos ha olvidado, pero que es cardinal para entender en qué consiste una vida en común cívica: «Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho».  

Recuerdo que una de las críticas recurrentes que recibí al publicar el libro El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (ver) era que no siempre la inteligencia derroca a la fuerza. Así es, no necesariamente la inteligencia doblega a la fuerza, y por eso estamos obligados a ser cuidadosos con el frágil equilibrio civilizatorio que separa el uso democrático de la palabra del uso déspota de la fuerza y de la violencia. Cuando acontece el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, que no es siempre, ese triunfo vive en una permanente transitoriedad. O se renueva a cada instante, o se retrocede a cada momento. Es un deber civilizatorio impedir su regresión. Ese impedimento hay que cultivarlo en cada conversación, en cada gesto, en cada palabra, en cada manera de organizar nuestro mundo afectivo, en cada interacción con la persona prójima, en pensar desde una cultura cooperativa y no desde el paradigma de la competición que convierte a los demás en contendientes acérrimos. Lo contrario es la barbarie. Un lugar tenebroso en el que la convivencia se reduce a una superviviencia en la que resulta inservible todo lo aprendido para vivir bien.

 

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martes, diciembre 28, 2021

Lee, lee, lee, y ensancha el alma

Obra de Alexander Deinek

El título de este texto parafrasea el título de la canción de Extremoduro «Ama, ama, ama, y ensancha el alma». Leer permite este ejercicio de autocolonización expansiva, pero merece tomarse con cautela ese cliché teórico que pregona que leer nos hace mejores personas. No caigamos en el error de moralizar el acto de leer. Leer sobre virtudes no nos hace virtuosos, lo que nos hace virtuosos es practicarlas. Cuento esto porque estoy inmerso en la escritura de un libro titulado Leer para sentir mejor. Es un ensayo muy atípico porque en su redacción he invertido mis habituales procesos creativos. Cuando me llaman para pronunciar una conferencia utilizo las ideas diseminadas en mis ensayos para vertebrarla, pero en esta ocasión he utilizado el contenido de una conferencia para desarrollar argumentativamente un ensayo. Mi deseo para el inminente nuevo año es que cuando el libro se publique lo pueda presentar en librerías y bibliotecas, los dos lugares fuera de mi casa en los que más tiempo he vivido.

Leer hilvana nuestro mundo con otros mundos porque leer es una manera de escuchar a la otredad. Ayer mismo leí una entrevista de la siempre lúcida y amable Irene Vallejo en la que comentaba que «leer es la forma de introducirte en la mente de otra persona». Precisamente esa infiltración permite comprender la diferenciación y la historicidad del otro, que a su vez nos recuerda lo tremendamente idénticos que somos en tanto miembros de la familia humana, hallazgos reflexivos para neutralizar la producción de odio y prejuicios. El prestigioso crítico Harold Bloom solía decir que él leía para entrar en contacto con mentes más originales que la suya y así aprender de ellas. A mí me ocurre que cada vez que inauguro una lectura siento el cosquilleo preconizante de que su autor me presentará cosas que no sé y de este modo me enseñará a nombrarlas. El filósofo Joan-Carles Mèlich afirma en La sabiduría de lo incierto que lo contrario de la palabra no es el silencio, sino el ruido. Es fácil colegir que habitar en las palabras escritas es una forma de amortiguar lo ensordecedor del mundo. También adoro que la lectura cultive mi imaginación para permitir la expansión de mis ideas y la deliberación en torno a otros horizontes posibles. Hace dos semanas me mostraron un estudio bibliotecario en el que la mayor valoración e identificación que hacían las mil quinientas personas participantes de veintiocho países era que «leer ofrece una ventana abierta a la imaginación». El valor cognitivo de la imaginación es tan ubicuo que no somos capaces de mesurarlo. Gracias a su carácter adivinatorio y anticipatorio la vida humana es posible tal y como la conocemos. Todo lo que ahora existe y nos parece de una obviedad que no merece detenernos nació gracias a que alguien una vez tuvo la osadía de imaginarlo. 

Como este es el último artículo de este año quiero dar las públicas gracias a quienes se demoran en este espacio de reflexión para leer las ocurrencias que sedimento en escritura. Es un gesto al que le confiero muchísimo valor. Como los días siguen teniendo veinticuatro horas como hace siglos, pero el cómputo de tareas que introducimos en ellas se ha multiplicado en las últimas décadas, cada vez disponemos de menos tiempo de calidad para emplearlo en nuestras elecciones personales. Hablando hace poco con un amigo muy lector, pero ahora agobiado por la falta de tiempo para leer, me dijo riéndose de sí mismo: «Antes me daba mucho reparo dejar un libro a medias, ahora los dejo sin empezar». En la gigantesca y a la vez fantástica Una historia de la lectura, Alberto Manguel recuerda algo palmario pero proclive a olvidársenos: «Los libros no piensan por nosotros. Las grandes bibliotecas son objetos inertes, requieren de nuestra voluntad para cobrar vida». En mi condición de autor reconozco que sin el concurso lector de quienes visitan este pergamino digital mi palabra es palabra muerta. Este texto que escribo ahora es palabra difunta, aunque sé que resucitará en el instante en que alguien dialogue con ella a través de su lectura. Muchas gracias por ello. Que todas y todos paséis unos días bonitos. Y que el 2022 sea ese sitio en el que haya oportunidad de hacer existir aquello que ahora no existe y que sabemos nos donará vida. Mucha suerte.


 
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martes, noviembre 16, 2021

«Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia»

Obra de James Coates

Este próximo jueves 18 es el Día de la Filosofía. En 2005 se instituyó esta celebración y se ubicó en el tercer jueves de cada noviembre. La UNESCO lo propuso porque «la filosofía proporciona las bases conceptuales de los principios y valores de los que depende la paz mundial: la democracia, los Derechos Humanos, la justicia y la igualdad». Efectivamente la filosofía convierte los conceptos y las ideas en instrumentos para inteligir el mundo, pero sobre todo para crearlo y transformarlo. Esta proeza se logra gracias a que los seres humanos podemos pensar, poner en relación el cúmulo de experiencias que se amontonan en el entrecruzamiento social, adoptar distancia crítica, elegir posicionamiento, tomar la agencia y la valoración, aprender a mirar y a lexicalizar lo mirado, rechazar análisis binarios y comprender la intrincada complejidad humana, hacer buenas preguntas sabiendo que una buena pregunta inspira una buena respuesta que traerá adosada otra pregunta, optar por qué afectos sería bueno sentir ante la inevitabilidad de la afectación de las cosas, articular los deseos hasta lograr que permee en nosotros esa alegría en la que lo que nos conviene coincide con los que nos apetece, escarbar en nuestra humanidad y en la necesidad de interdependencia para poder fungirla, reafirmar la vida tomando conciencia de nuestra caducidad y mortalidad. Blaise Pascal aseveró en uno de sus tajantes adagios que «el ser humano es una caña, pero es una caña pensante». Este aforismo posee un corolario que es primordial para comprender esta idea y por extensión la larga lista que he escrito antes: «Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento»

Recuerdo una conferencia de Josep Maria Esquirol en la que el autor del emocionante Humano, más humano afirmó que la filosofía es el sustantivo del verbo pensar. Pensar bien es suspender momentáneamente el mundo para deliberarlo y volver a él con mejores artesanías conceptuales y afectivas. Se podría conceptuar la filosofía como la actividad con la que, provistos de buenas herramientas conceptuales y un buen conocimiento de la historia de las ideas, pensamos la vida mientras la vivimos para vivirla bien. La filosofía es la amistad por el sentir y el comprender mejor para así vivir mejor. Justo ayer por la tarde escuchaba una entrevista a Marina Garcés en la que comentaba que la educación debería ayudarnos a aprender a vivir con otros, a pensar unas con otras, pero no a un pensar banal o anodino, sino a pensar el acontecimiento de existir. Como, siguiendo a Adela Cortina en La moral del camaleón, «es imposible convertirse en persona fuera del seno de una comunidad», a mí me gusta resaltar que cuando en sus orígenes la filosofía empezó a interrogarse sobre cómo vivir juntos, los que se interpelaban ya vivían juntos. Lo que implícitamente mostraba esa interrogación era la pregunta de cómo vivir juntos mejor, cómo tratarse como irrevocables existencias al unísono que eran.

La actual oferta curricular del sistema educativo ha puesto todo su tecnificado empeño en que sepamos hacer cosas para una vida reducida a pura empleabilidad, y simultáneamente ha ido guillotinando la posibilidad de preguntarnos «para qué». Estoy seguro de que en estos días escucharemos este lamento, ahora hipertrofiado porque se está barajando la opción de eliminar del horario lectivo materias vinculadas con el pensar fuera de la técnica, lo cuantificable y la motivación pecuniaria. Para qué vivir y cómo convivir son dos preguntas que cada vez albergan menos centralidad en la agenda educativa. De ahí que la filosofía como asignatura cada vez esté más orillada hacia la nada. Si reducimos el sentido de la vida humana a vida laboralizada dictada por el mercado y la economía, miniaturizamos aterradoramente la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. No hemos venido a este mundo para obtener ingresos a través de un empleo, sino para hacer muchas más cosas que sin embargo la condición cronófaga del trabajo y la obsesa obtención de dividendos van eliminando de nuestras vidas y de nuestros imaginarios. 

Tengo un amigo profesor de Filosofía que en la primera clase del curso pregunta a las alumnas y alumnos qué es un ser humano. El encogimiento de hombros es la respuesta unánime. Cuando el destino me pone a compartir clases de Filosofía lo primero que hago nada más pisar el aula es escribir en el encerado en letras muy grandes que «el ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Nuestra dignidad descansa en la capacidad de elección, en que podemos decidir como individuos y como especie cómo queremos comportarnos y qué hacer con nuestra vida. La entidad biológica que somos decide qué entidad ética le gustaría ser. A responder a estas preguntas radicales se dedica el pensar, el verbo en el que se sustantiva la filosofía. Kant lo resumió muy bien cuando exhortaba a «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia», es decir, pertréchate de buenas herramientas epistémicas y sentimentales para que de entre todas las opciones que la vida te presenta elijas las más propicias para dirigir tu comportamiento hacia un existir mejor. No creo que haya ningún otro propósito más noble. Buen próximo día de la Filosofía a todas y todos.

 

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