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martes, abril 02, 2024

¿Se puede ser buenista y bueno?

Obra de Tim Eitel

En el ensayo La banalidad del bien, el filósofo Jorge Freire lanza una pregunta muy sagaz. «¿Será posible que cuando no es posible una vida buena solo queda el buenismo?». Para entender bien este interrogante hay que retroceder unas cuantas páginas del libro y averiguar qué acepción de buenismo desgrana el autor. No es gratuito este matiz, porque de un tiempo a esta parte el término buenismo ha devenido en palabra polisémica y sirve para catalogar comportamientos no solo dispares y y heterogéneos, sino a veces directamente antagónicos. En muchas ocasiones se utiliza para denostar al que propone que la manera más inteligente de inscribirse en el mundo compartido es hacerlo con bondad. Freire lo define como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Desde esta posición semántica, es fácil concordar con el autor cuando luego añade que la maniobra del buenismo es que trivializa la buena acción en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo («ansia de pureza que esteriliza la disidencia»). Por tanto esta mirada interpreta el buenismo como sinónimo de hipocresía y cinismo. Es buenista quien enarbola valores éticos en su discurso, pero los desdice en sus actos. El buenista santifica la teoría con sus aportaciones narrativas, pero no quiere saber nada de su traslación a la práctica. Si hacemos caso a la canónica filosófica, y la moral es moral vivida, y la ética es reflexión sobre esa moral, cabe conjeturar que el buenista es aquella persona tremendamente ética, pero muy poco moral. Es un publicista de sus propios valores éticos, ostentación que delata su buenismo. Quien se afirma virtuoso deja de serlo al instante. 

Recuerdo que en mi última conferencia me preguntaron qué pensaba de la actual crisis de valores. Quien pregunta por la crisis de valores propende a admitir la existencia de una depreciación de valores éticos y a aceptar la existencia de un tiempo pretérito en el que se debió de vivir una inflación gloriosa de todos ellos. Fui breve y taxativo en mi respuesta: «no hay crisis de valores, hay crisis de virtudes». La mayoría de las personas sabemos qué valores son los que allanan la convivencia y permiten colectiva y políticamente el acceso a una vida buena, pero otra cosa muy distinta es llevarlos a cabo. Cuando imparto clases de valores éticos el alumnado tiende a encontrar dificultades mayúsculas para definir qué es un valor ético, pero esas mismas personas que naufragan en la aventura de la definición se vuelven avezadas especialistas en el arte de enumerar los valores que saben que gozan del aplauso y el reconocimiento social. No saben qué es un valor ético, pero son eruditos a la hora de desentrañar cuáles son los que deben elogiar. Ocurre algo análogo con el buenista. Sabe muy bien qué palabras necesitan sobreexposición y cuáles no para extender su cotización social. En su precioso libro Las palabras rotas, Luis García Montero señala que las palabras con las que identificamos la excelencia humana y los métodos para conseguirla son bondad, amor, fraternidad, política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Precisamente son estas palabras las primeras que se corrompen cuando las personas se corrompen, y las primeras que se quebrantan cuando el buenista las verbaliza con intenciones muy poco éticas. También son las primeras que se marchitan si no hay condiciones políticas de posibilidad para una vida buena en la que puedan prender. 

 

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martes, enero 30, 2024

Frente al valor de la libertad, el de la autonomía

Obra de Lydia Benady

La semana pasada me entrevistaron en una sección de videoconferencias destinadas a adolescentes. Me preguntaron qué le diría a una persona adolescente sobre la libertad. Salté como un resorte. La palabra libertad me incomoda porque el abuso de su mal uso la ha degradado hasta convertirla en el culmen justificado del egoísmo. Cuando se apela a ella desparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad cívica. Nos introduciría en un peligrosísimo atolladero ciudadano. Si la libertad se yergue en el valor máximo al que ha de supeditarse el resto de valores, la convivencia (entendida como la articulación armónica de existencias dispares) se tornaría imposible. Si cada persona exigiera cumplir su pliego de demandas desiderativas en nombre de la libertad (en un momento epocal en el que el deseo está exacerbado como nunca en la historia de la humanidad por los sistemas de la producción y la financierización), vivir conllevaría colisionar permanente y violentamente con los deseos, igualmente hiperestimulados, de los demás. Tejer comunidad devendría quimérico. La irrestricta libertad del deseo nos abocaría a muchos problemas y no erradicaría ninguno.

El equívoco que trae adjuntado la palabra libertad es tan mayúsculo que en ocasiones se cita para pronunciar aseveraciones de una insensata trivialidad argumentativa. Hace poco se hizo célebre la definición esgrimida por una representante política con un apabullante liderazgo social en la que consideraba que ser libre es poder tomarte una caña. Frente a la confusa palabra libertad, es preferible la de autonomía.  Etimológicamente autónomo deriva de auto -uno mismo- y nomos -ley-. Significaría la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma. Yendo un poco más lejos, autonomía quiere decir la capacidad de brindar propósitos a nuestra vida elegidos por nuestra volición. Libertad no es hacer lo que le plazca a una persona, sino algo bastante más elevado: es darle a la vida un sentido tan apasionante que se desee el apremiante advenimiento de un nuevo día, y que ese sentido personal confraternice con la vida de los demás. Como explica José Antonio Marina: «Limito mi libertad porque me parece bueno compartir mi vida con otras personas». La libertad es establecer marcos políticos que ofrezcan posibilidades autónomas a la ciudadanía.

Hay que recordar que los nexos sociales restringen el campo de acción, pero en simultáneo ensanchan sobremanera la autonomía. Es la grandeza de la interdependencia. La reducción del tamaño de la libertad en favor de un espacio compartido agiganta el tamaño de la autonomía. El mecanismo es a la vez portentoso y sencillo. Para satisfacer las necesidades vitales sin las cuales la existencia se malograría y fenecería, se requiere del concurso de los demás, y gracias a garantizar estos mínimos podemos aspirar a elegir unos máximos: el contenido de aquello que vincula con lo más profundo y alegre de nuestro ser. Si «mi libertad acaba donde empieza la de los demás», «mi autonomía empieza donde acaba la necesidad». Esta necesidad solo se cubre con la participación política de una comunidad que emplee sus recursos en cuidar las circunstancias y los contextos de sus miembros. Recuerdo una preciosa definición de Spinoza sobre la libertad: se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Una persona accede al acto libérrimo por excelencia cuando puede desobedecer aquellos deseos que le empequeñecen y que le elicitan sentimientos de clausura al otro. Es una persona autónoma quien posee la capacidad de colocar la atención allí donde lo decida su voluntad porque apunta hacia lo que le hará ser mejor. No creo que haya acción ni más libre ni más inteligente.


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martes, diciembre 05, 2023

Conócete a ti mismo para poder salir de ti

Obra de Ali Cavanaugh

Vivimos tiempos en los que se ensalza la vivencia, pero se desvitaliza la convivencia. Prolifera un agotador énfasis en vindicar ser uno mismo, y mucha desatención cívica y política en proclamar ser con los demás. Sócrates exhortaba al célebre «conócete a ti mismo», que es la vía de acceso para comenzar a discernir que el ser que somos está inervado de seres que no somos nosotros, descubrimiento que abre la puerta a la racionalidad ética. Sabernos existencias al unísono es la resultante de la deliberación íntima y de la conversación pública destinada a comprender mejor nuestra inscripción en un mundo devenido tupidísima malla de personas como la nuestra. En el prólogo a su ensayo La nueva intolerancia religiosa (aunque sirve para entender otros órdenes vitales), Martha Nussbaum da en el clavo: «Todo autoconocimiento digno de llamarse así nos hace ver que todas las demás personas son tan reales como nosotros mismos, y que en la vida de uno no es sólo la propia persona lo que importa: lo importante de verdad es que ésta acepte el hecho de que comparte un mundo con otra, y que emprenda acciones encaminadas a lograr el bien de otras personas». Unas líneas después la filósofa estadounidense remata: «Conócete a ti mismo para que puedas salir de ti, servir a la justicia y fomentar la paz». 

Ser uno mismo (o una) no necesariamente involucra epistemología de la mismidad en que estamos constituidos, a veces incluso son dos polos que colisionan. Quien se conoce conoce a los demás, esto es, sabe que limita con los demás, discernimiento que origina unos límites en su comportamiento que quienes abogan por la liberalización de ser ellos mismos propenden a minusvalorar. Redactado con economía de mensaje digital: Conócete a ti mismo pone límites, ser tú mismo los borra. Resulta ahíto escuchar esa pastoral del neoliberalismo sentimental en que se recalca que tenemos que ser nosotros mismos, cuando en numerosos casos lo más sensato sería dejar de serlo. En más de una ocasión he enmudecido ante personas cuyo comportamiento reprobable merecía una inmediata filípica: «por favor, deja ya de ser tú mismo». El promocionado y publicitado ser tú mismo no es garantía de nada, pero sobre todo no confiere a nadie ni buen comportamiento ni lo aprovisiona de sentimientos buenos para pavimentar el espacio común. Al contrario. Una persona puede ser muy ella misma y esa destilación le haga conducirse con las personas prójimas de una manera despojada de consideración. La mismidad ensalzada en criterio de evaluación puede convertir fácilmente en cosidad a los demás.

Hace unos años Manolo García publicó su cancionero ilustrado en un libro de título ingenioso, Vacaciones de mí mismo. Eso es lo que deberíamos sugerirle a algunas personas afanadas con un denuedo desmedido en sacar al exterior a ese ser quintaesenciado de su propia mismidad: «Por favor, tómate inmediatamente unas vacaciones de ti mismo». Con la determinación que da sabernos portadores de un valor irreal llamado dignidad, pero que funcionalmente mejora nuestra conducta con las personas en el mundo real, podemos formular un renovado imperativo categórico: «Obra de acuerdo no al ser que eres cuando eres tú mismo, sino de acuerdo a la dignidad de la que eres acreedor por ser una persona». Si sacar lustro a ser tú mismo autoriza una temible carta blanca, obrar en consonancia con la dignidad establece deberes con uno mismo y con los demás. La siempre lúcida y de prosa bondadosa Irene Vallejo escribía en uno de sus últimos artículos que «quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no somos nosotros». Es una invitación ética que nos mejora mientras mejoramos el mundo. Y a la inversa. Mejora el mundo mientras nos mejoramos. He aquí un magnífico círculo virtuoso.


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