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martes, enero 29, 2019

¿De qué sirve que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás?

Obra de Nick Lepard
La semana pasada me topé con una reflexión descorazonadora en uno de mis frecuentes paseos por mis cuadernos de trabajo. Estaba escribiendo un extenso artículo académico para una fundamentación del programa de prevención de acoso escolar T.E.I (Tutoría Entre Iguales), cuando de manera inopinada me encontré esta apesadumbrada afirmación: «En la patria de Kant inventaron Auschwitz». Pertenece a Adela Cortina y está recogida en su obra La moral del camaleón. Esta reflexión pone en crisis la mistificación del conocimiento como palanca que moviliza todas las esferas de la experiencia humana con el objeto de plenificarlas. Esta conclusión desoladora cursa con el pesimismo fundacional que sufrieron los ilustrados al comprobar que a pesar de que el saber avanzaba como nunca antes en la historia de la humanidad, la virtud se quedaba rezagada. La posición ilustrada estaba persuadida de que una maduración del conocimiento mejoraría gradualmente la iniciativa en las interacciones entre congéneres, que abandonar la minoría de edad cognitiva repercutiría ventajosamente en la acción política y en el devenir ético. Kant enfatizó la autonomía del conocimiento y reclamó el hermosísimo y sempiternamente vigente «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia». Para obrar en consecuencia, esa inteligencia interpelada era indesligable de la decisión ética, de decidir cómo se quiere que sean el espacio y las relaciones humanas en tanto que la existencia está centrifugada por gigantescos e irreversibles bucles de interdependencia con los demás. Pronto los ilustrados comprobaron que el afán epistemológico aportado por las luces de la razón no moldeaba bondadosamente la conducta. De una manera célere sintieron la punzada de que el saber mostraba escandalosa inutilidad, o aparatosa insuficiencia, para la articulación sentimental del bien.

Este pasado domingo 27 de enero se celebró el Día Internacional de Conmemoración en memoria de las Víctimas del Holocausto, quizá el momento más impactante y aterrador en la historia del animal humano en el que se verificó empíricamente que el conocimiento ilustrado y la sensibilidad estética no provocaban un aumento de motricidad ética en sus propietarios. Saber la teoría no implicó llevarla a la práctica. Bastaba con polucionar de odio, malestar y xenofobia los corazones y estimular el orgullo a la afiliación de una entelequia, para que los mismos que habían acudido a la universidad y se extasiaban escuchando a Wagner no tuvieran ningún escrúpulo en habituarse a asesinar a miles de seres humanos con los artefactos dispuestos por la racionalidad científica. Los mismos que regalaban ingentes cantidades de afecto y cariño a sus seres queridos transparentaban terrorífica imperturbabilidad a la hora de arrojar a la sobrecogedora nuda vida a todo el que tuviera la mala suerte de acabar en un campo de concentración. Los saberes humanos acumulados a lo largo de los siglos no habían impedido ni el genocidio judío ni el hemoclismo planetario de la Segunda Guerra Mundial. Un drama insondable para la dimensión pedagógica de la cultura. Adorno resumió esta tristeza en que «escribir poesía después de Austwchiz era un acto de barbarie». Baltasar Gracián ya había alcanzado ese grado de decepción cuando en 1647 contestaba a la pregunta del título de este artículo con un lacónico de nada. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda atrás».

En Biografía de la Humanidad, Marina y Rambaud escriben que «cuando desaparece la compasión, aparece el horror, nos adentramos en el corazón de las tinieblas».  Cuando las personas se convierten en abstracciones para la matematización de una cognición artificial dedicada a la extracción y análisis de datos digitalizados, o en clientes en vez de ciudadanos para la domesticación y sumisión a un aparato burocrático al servicio de la reproducción de lo establecido, o en obstáculos onerosos para la expansión liberalizada de la economía política y financiarizada, comienza la barbarie. He aquí la paradoja humana ratificada por la neurociencia afectiva. Somos empáticos y vivimos la epifanía de la compasión con el cercano, pero somos desdénicos con el lejano, cuya desafección se nutre bulímicamente de la ausencia de prácticas relacionales, de espacios públicos donde cultivarlas y de humanizadora información biográfica. La compasión y la necesaria imaginación ética se disuelven en una llamativa nada cuando el otro es una abstracción distal, o contenido informativo que contemplamos con asepsia a través de la mediación de las pantallas.

En el voluminoso en datos y colosal en referencias Los ángeles de que llevamos dentro, Steven Pinker señala los cuatro ángeles que portamos en nuestra estructura cerebral para favorecer la interacción cooperativa y bondadosa en nuestra línea de conducta: la compasión, el autocontrol, el sentido moral y el pensamiento racional. Peter Singer segrega la empatía emocional de la empatía cognitiva. La primera es puro frenesí de emotividad y la segunda es el resultado de una profunda intelección ética, de tomar conciencia de que el otro (incluso ese otro que no veo y que probablemente jamás veré, pero que racionalmente sé que forma parte de mi red de interdependencias) posee la misma equivalencia que yo, de tal manera que atentar contra su dignidad supone lastimar el valor de la dignidad y por tanto devaluar la que yo poseo. Esta conciencia la suministra la práctica crítica de deliberación sobre qué es una vida buena y vivible para el ser humano que consideramos que sería bueno ser. Es una interpelación ética, no tecnocientífica. Una reflexión sobre el sentido, no sobre los medios para ordenar y pautar el sentido. Para qué queremos vivir y cómo queremos vivir esa vida es la pregunta individual y política que nos tenemos que formular, pero manteniendo respeto al protocolo ético en el que se tiene en cuenta a todos los demás con los que indefectiblemente compartimos el acontecimiento de existir, y a quienes por tanto afectan mi pregunta y mi contestación. Universalizar la pregunta es la única manera de encontrar respuestas decentes. Respuestas que eviten el horror.



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martes, enero 08, 2019

La alegría es decir sí a la celebración de la vida



Obra de Didier Lourenço
Hoy no tenía pensado escribir ningún artículo. Llevo dos semanas con el ordenador apagado y con mi atención alejada por completo de los hábitos que requiere la escritura (aunque he intentado mantener intactos los de la lectura). Para felicitar la llegada de este recién estrenado nuevo año había decidido compartir con todos los paseantes de este Espacio Suma NO Cero el artículo más leído de todos los que escribí en 2018. He consultado las estadísticas y el más visitado el año pasado ha sido el que lleva por título Más atención a la alegría y menos a la felicidad. Me encanta que haya sido así. Este texto liga perfectamente con los ya finiquitados días navideños en los que la felicidad como aspiración coloniza los imaginarios, pero sobre todo en los que la alegría abandona los puestos secundarios y se le ruega que pase a ocupar el centro del escenario de tanta festividad conglutinada en unos cuantos días frenéticos. Son muchos los que aprovechando estas peticiones de alegría y felicidad agregan el deseo de que se hagan extensivas al resto del año. Me sumo a esta inteligente petición, porque cada vez le concedo mayor predicamento a esa emoción primaria, pero también sentimiento y hábito afectivo, que es la alegría. Los motivos de su relevancia son simples, pero los intuyo inobjetables. El primero es que la alegría, como encargada del suministro anímico y energético (no es azaroso que el emoticono para expresarla sea una gimnasta dando una voltereta, o una gitana bailando sevillanas), es muy fácil de detectar y compulsar tanto en sus marcadores somáticos como en sus manifestaciones en el entramado afectivo. El segundo se compendia en que sin alegría la felicidad tiene vetado el paso a nuestras vidas. La felicidad, entendida como proyecto ético y no como la ideología dominante invocada por el mercado y conectada a la opulencia consumible, puede conceptualizarse como la alegría provocada por acciones que destilan emancipación, autonomía, bondad, generosidad, cuidado, o amor (Spinoza escribió que el amor es un afecto siempre alegre). Donde no irradia la alegría, o se aprisca en un afecto marginal, se antoja complicado que la felicidad pueda hacer acto de presencia.

La alegría es la manera en que le decimos sí a la celebración de la vida. La alegría se olvida momentáneamente del pasado, detiene la costumbre de oliscar en el futuro y festeja con delectación las bondades del presente. Es el componente sentimental que nace de la toma de conciencia de la suerte que supone poder inaugurar un nuevo amanecer y las posibilidades que trae adjuntadas en su decurso, lo que no obsta para que en perfecta armonía puedan comparecer asimismo el disenso y la crítica. La alegría es una forma de mirar, y como toda mirada es una manera de estratificar con deliberación, reflexión e inferencias. En las páginas finales del ensayo Biografía de la humanidad de José Antonio Marina y Javier Rambaud, leo que «la solución a nuestros problemas solo podrá encontrarla una inteligencia social en la que interaccionen personas que se hayan liberado de la pobreza extrema, de la ignorancia, del fanatismo, del miedo y del odio». Es una definición muy próxima a mi concepción de persona alegre y de la alegría como prólogo para otras disposiciones sentimentales. Desde esta perspectiva epistemológica y desde una resignificación que amplía su campo semántico, la alegría mantiene sinonimia sentimental y cognitiva con la tranquilidad, la serenidad, la ausencia de miedo, el entusiasmo, la vocación, lo lúdico, los episodios de estado de flujo, la curiosidad, la creación, la aceptación, pero también con la equidad, la solidaridad, la justicia. La alegría no es solo dar brincos, es mediación afectiva para desarmar el desasogiego y lograr la  pacificación del yo. Es una forma de instalarnos en el mundo y circunnavegar el estado de las cosas, y cuando logramos su regularidad asoman otras predisposiciones imperativas en la arborescencia del entramado afectivo (fraternidad, compasión, bondad, gratitud, cuidado). Acaso la más decisiva es que cuando estamos alegres vamos al encuentro gozoso del otro. Compartir la alegría multiplica la densidad de la alegría, y no participarla la reduce a experiencia inconclusa. He aquí la razón de que la alegría siempre nos imante hacia la socialidad. 

En su último libro mi admirado Vicente Verdú nos dejó unos cuantos aforismos luminosos, pero a mí el que más me impactó de todos fue este en el que diagnosticaba una patología epocal: «La gente que se queja de que no le pasa nada no sabe la suerte que tiene». Esta reflexión se torna sobrecogedora si se añade que el autor la escribió en mitad de la enfermedad que le arrebataría la vida meses después. Ocurre que tenemos vista de águila para detectar lo que nos falta y miopía severa para contemplar lo que tenemos, una cuestión mitad ocular, mitad axiológica, que provoca peligrosas mutilaciones en la alegría y en el darse cuenta, que es vivir contemplando cómo lo extraordinario se halla subsumido en lo que tildamos de ordinario, cómo lo aparentemente sencillo es una maravilla inextricable. Se puede parafrasear a Kant cuando connotaba que «lo más sublime es sentir lo sublime» afirmando que lo más sublime de la alegría es sentir el vigor desbordante de la alegría, o que el mejor prescriptor de la alegría es observar a cualquier persona alegre y resiliente. No puedo por menos de traer a colación aquí una anécdota real que me ocurrió hace muchísimos años. Una tarde primaveral visité a un profesor que vivía en un convento. Llevaba medio siglo levantándose a las cinco de la mañana a meditar sobre el misterio de vivir. Acumulaba una ingente cantidad de cuadernos de alambre en los que almacenaba el resultado de sus reflexiones. Dando un paseo por el huerto que rodeaba el lugar le pregunté para qué existimos. Me respondió que en la pregunta que acababa de formularle descansaba la respuesta. «Existimos para existir». Perdón por el atrevimiento, pero creo que no es concretamente así. Existimos para existir alegremente. Ojalá que este 2019 que acabamos de desprecintar ayude a colmar este precioso propósito.



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