martes, mayo 29, 2018

No hay mayor poder que quitarle a alguien la capacidad de elegir



Obra de Marc Figueras
Posee poder aquel que puede provocar cambios en alguien que no es él. Siempre que hablo de poder recuerdo un elocuente pasaje de El Quijote. Cervantes fabuló una escena en la que el campechano Sancho Panza cuidaba un rebaño de ovejas en mitad del campo. En un momento de placer interior nuestro protagonista se sincera y proclama un sentimiento desconocido hasta entonces para él: «Qué hermoso es mandar, aunque sea a un hatajo de ovejas». Quizá Sancho Panza no lo sabía, pero en aquel instante de excitación autoritaria estaba relamiéndose con la envolvente erotización que secreta el poder en sí mismo. Estaba experimentando el cosquilleante hedonismo que supone que otros (aunque fueran ovejas) se olviden de su voluntad y sólo obedezcan a los mandatos de la nuestra. En cualquier campo de la actividad humana tiene poder aquel que escoge las metas, determina las actividades de otros, cuándo iniciarlas, cuándo acelerar o decelerar los ritmos, cuándo clausurarlas. A mí me gusta definir el poder como el curso de acción en el que se logra que una persona pase de un punto Y a un punto Z cuya dirección me beneficia. Este tránsito que lleva implícito un cambio puede inducirse desde la voluntariedad o desde la obediencia. Si los cambios no nacen del consentimiento, hablamos de coerción o imposición. Si hay aceptación, entonces hablamos de persuasión. La única diferencia entre ambas coordenadas radica en que el sujeto pueda elegir, o no. En la coacción el poder influye en la conducta. En la persuasión penetra en la voluntad.

Esta distinción es la misma que hizo célebre Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca en el desolador episodio con el militar y fundador de La Legión Millán Astray. Unamuno le recordó que «venceréis pero no convenceréis». Aquel día el todavía rector incluyó otra sentencia maravillosa para entender la gigantesca diferencia entre ambas dimensiones de influencia, pero que desgraciadamente no ha tenido tanta notoriedad: «no hay paz sin convencimiento». En la genealogía del poder y en la ciencia conductual se insiste en que el verdadero poder es aquel que no necesita recurrir al empleo de la fuerza o a su amenaza para suadir la voluntad. Insisto que con la fuerza se modifica la conducta, pero no la voluntad. Territorializar esta distinción es medular y es la idea rectora que yo trato de explicar en una de mis conferencias titulada Anatomía de la convicción. En las presentaciones de El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza que vengo realizando estos últimos meses recalco esta diferencia con un ejemplo muy sencillo. El contraste entre un acto tan hermoso como es el festín de la piel encontrándose con la piel de otra persona y uno de los actos más aberrantes y abyectos como es una violación reside en mantener intacta o no la capacidad de elección. Precisamente en eso consiste la violencia en su totalidad más sobrecogedora, en todo acto en el que se arrebata al otro de una u otra manera la posibilidad de elegir por sí mismo. Toda la violencia estructural persigue veladamente este objetivo. Johan Galtung se refiere a esta violencia cuando se merman las potencialidades de una persona.

Cuando impedimos que el otro pueda elegir estamos desintegrando su dignidad. La dignidad es un valor nacido del resultado de advertir que los seres humanos somos seres que podemos elegir. Somos autónomos, es decir, auto (sí mismo) y nomos (ley), nos podemos dar leyes a nosotros mismos para conducirnos de una u otra determinada manera. Somos entidades autodeterminadas. A pesar de las cortapisas biológicas y las fuerzas restrictivas socioculturales y económicas, poseemos el don de elegir qué fines queremos para nuestra vida, podemos decidir en qué lugar exacto colocar nuestra atención para nutrir nuestro proyecto vital, o, en palabras de José Luis Sampedro, «perseguir en cada momento lo que uno cree que es su camino».  En el maravilloso ensayo Discurso sobre la dignidad del hombre, el renacentista Pico della Mirandola coligió que el individuo humano no es ni ángel ni demonio, pero puede aproximarse a una u otra categoría según qué conducta elija para relacionarse con el resto de existencias con las que se envuelve la suya. No está de más recordar aquí a Nietzsche y su certeza de que los humanos somos una especie aún no fijada en busca de definición. La irrevocabilidad de esta búsqueda nos encierra en el cautiverio de elegir. Sartre llegó a la misma conclusión, pero desde una óptica terriblemente sombría: «Estamos condenados a ser libres». En mi nuevo ensayo yo he releído el hecho de que estemos encadenados a la elegibilidad desde otro cariz mucho más enorgullecedor: «Estamos obligados al acto poético de inventarnos a cada instante». Si hurtamos al otro la capacidad de elegir, le estamos arrebatando la posibilidad de inventarse según su propio dictado. Lo que tendría que ser un acto poético de invención se degrada en un acto prosaico de sumisión. En su sentido más execrable el poder cosifica al otro. Le imposibilita elegir.  Convierte al sujeto en un objeto.



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martes, mayo 22, 2018

«Desobedécete a ti mismo para ser tú mismo»



Obra de Duarte Vitoria
En la literatura de autoayuda se suele invocar la indiscriminada consigna «sé tú mismo». Es como si ser ese mismo que uno es fuera un merecido visado para acceder a cualquier dominio, el garante de un catálogo de virtudes que favorecen tanto la plena individualidad como su plácida inserción en la comunidad. Siento aguar la fiesta, pero en muchos individuos ocurre justo al revés. En alguna ocasión, y con sólido conocimiento de causa, he sugerido a algunas personas todo lo contrario: «Abdica de ti mismo», «escíndete de ti mismo», o la más explícita «boicotéate a ti mismo, por favor». Alguna vez no solo he desaconsejado la praxis de ser tú mismo, sino que he rogado a mi interlocutor que tuviera la amabilidad de dejar de llevarla a cabo con tanta insistencia mientras estuviésemos juntos. Ser tú mismo se convierte en un limbo que no garantiza nada laudatorio si no se convocan los necesarios matices humanistas y una buena estratificación de valores éticos en el ejercicio de la individuación. 

En su último artículo semanal en El País, el siempre sagaz Juan José Millás escribía sobre estos peligros. En sus líneas suplicaba que «sé lo que quieras, menos tú mismo», y un parágrafo más adelante compartía con todos nosotros su perplejidad: «Resulta incomprensible que nos empecinemos en ser nosotros mismos existiendo alternativas». Aunque el yoísmo ha elevado a la categoría de tótem ser tú mismo, no creo que ser uno mismo sea muy meritorio. Lo rotundamente meritorio es ser el que nos gustaría ser. Como cada uno de nosotros somos el ser que seguiría siendo después de dejar de hacer la actividad que para los demás hace que seamos lo que somos, en mis conferencias yo suelo presentarme ante el auditorio parafraseando a Píndaro: «Yo no soy filósofo, ni escritor, ni profesor, ni mediador, ni psicólogo, ni ensayista. Yo intento ser el que ya soy». Píndaro escribió el hermosísimo «Hazte el que ya eres», es decir, hazte el que deseas ser, porque ese deseo ya está ínsito en ti, eres él, incluso aunque todavía no lo seas. Dicho de un modo menos vagoroso. Hazte según la configuración de tu entusiasmo, de aquello que te apasiona, de aquello que te impulsa. Muévete hacia lo que te mueve. Como sé que la desobediencia del deseo inmediato es el acto más genuino de la autonomía, ser tú mismo es aprender a desobedecernos para que así  podamos perseverar en aquello que nos entusiasma.

Machado escribió un verso deslumbrante que yo repito con mucha frecuencia en mis conversaciones: «Yo me jacto de mis propósitos, no de mis logros». Basándome en esta setencia y en la interdependiencia a la que estamos irrevocablemente abocados todos los seres humanos, a mí me gusta matizar que «yo soy el autor de mis propósitos, pero tan sólo soy uno de los muchos coautores de mis resultados». Desde esta visión podemos canjear el «sé tú mismo» por «impide que el mundo te impida llevar a cabo aquellos propósitos que te hacen sentir vivo». Frente al sedentario sé tú mismo se puede vindicar el dinamismo interrogativo qué quiero hacer, que es el sé tú mismo en acción. Una respuesta factible podría ser quiero hacerme una subjetividad que se dirija hacia la posibilidad que más me entusiasma hacer posible. Y al intentar hacer posible esa posibilidad no quiero damnificar el territorio político que comparto con los demás ni frenar que otros semejantes puedan hacer lo mismo que intento hacer yo. Desde esta lógica el oráculo délfico «conócete a ti mismo» se puede traducir como aprender a reconocer sentimentalmente cuál de todas las posibilidades que uno puede hacer posible le entusiasma más. «Sé tú mismo» sería intentar convertirla en realidad. O mantenerla, si uno ya está apostado en este maravilloso estadio.



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martes, mayo 15, 2018

Singularidad frente a individualismo

Obra de Duarte Vitoria
En el argumentario social se ha instalado una perniciosa sinonimia que conexa el individualismo con la autosuficiencia. Es muy fácil desmontar este emparejamiento imaginario. Nadie puede ser independiente si previamente no es interdependiente. Frente a la psicologizada tesis del individuo que desde su condición insular halla su plenitud desdeñando teóricamente la participación de los otros en su configuración, yo defiendo que nos completamos con lo otro y los otros. La posibilidad de la independencia del sujeto es el resultado de la experiencia de interdependencia con otros sujetos. En el hermosísimo Elogio de la infelicidad, Emilio Lledó explica con su prosa poética que «la sociedad no es un lugar en el que estamos sino en el que somos –en el que nos hacemos o deshacemos-». Lo contrario de la autonomía (la capacidad de elegir con qué fines queremos construir nuestra existencia) no es la interdependencia, es la subordinación, la coacción, el abuso de poder. Podemos ser seres autónomos porque somos seres sociales. Aristóteles resaltó esta peculiaridad: «El hombre es un animal político por naturaleza». Pero añadió un corolario que se olvida frecuentemente: «Y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El significado de idiota en el apotegma aristotélico es el de aquel sujeto que cree que puede prescindir de los demás. Los clásicos descubrieron enseguida esta característica, y por eso hermanaban el pecado capital de la soberbia con la estulticia.

La santificación de un mal entendido individualismo ha traído adjuntada una también mal entendida idea de autosuficiencia. Que aspiremos a la laudatoria tarea de singularizarnos en medio del dinamismo de la agrupación humana no significa que nos podamos valer por nosotros mismos. Se ha hiperbolizado tanto el individualismo y el desafecto al otro que en mis cursos y en mis conferencias me siento obligado a recordar que no solo necesitamos a los otros para vivir, sino sobre todo para existir. Somos tan menesterosos como individuos que si no hubiera sido por otros no hubiésemos nacido, y si no es por su cuidado y atención no hubiésemos sobrevivido. Frente al individualismo y su errática idea de autarquía, yo abogo por la singularidad o la subjetividad inintercambiable. Una singularidad es el conjunto de deliberaciones, decisiones, elecciones, acciones e imponderabilidades que se aglutinan en torno a una existencia. Esta existencia singular se nutre de memoria, el relato con el que cada uno de nosotros va narrándose su acomodación en el mundo de la vida. El contenido siempre trashumante de esta narración autobiográfica da forma a lo que Lledó denomina «el fondo ideológico de toda singularidad». En el ensayo Los sentimientos también tienen razón yo bauticé este fondo como el entramado afectivo. En ese entramado borbotean redárquicamente el repertorio de emociones atractoras, la constelación sentimental, el aparato cognitivo y sus capacidades generadoras y ejecutivas, la aglomeración de capital empírico, la arborescencia deseante y su catálogo de filias, fobias y desdenes, las creencias, las expectativas, la urdimbre axiológica, los valores personales, el sustrato flotante del carácter, la franja de edad, los condicionantes generacionales, la irradiación del hábitat cultural. Este gigantesco interfaz es la mismidad que somos cada uno de nosotros frente a la otredad, que es otra mismidad tan idéntica como desigual que la nuestra. Somos una singularidad dotada de corporeidad que se asoma al otro a través del rostro y del lenguaje que permite visibilizar y pormenorizar el contenido invisible de este fluyente entramado afectivo. 

La singularidad jamás se asienta en un hábitat individual, sino en un hábitat compartido, en un hábitat político. Pero la socialización no implica despersonalización, sino que favorece lo contrario. Nos podemos singularizar gracias a la inserción en engranajes colectivos. Podemos elegir, que es la vitrina de la dignidad y de la autonomía, porque somos seres en perpetua interacción con el otro en un marco de reciprocidades que nos permiten colmar demandas biológicamente básicas para dedicarnos a intereses puramente subjetivos. Para autonomizarnos necesitamos la satisfacción de unas exigencias mínimas que solo se dan en contextos participados. Requerimos una ética de mínimos para articular el espacio compartido como individuos humanos (justicia) y una ética de máximos para que cada uno de nosotros rellene con sus preferencias y contrapreferencias el contenido de su felicidad y se singularice como persona. En algunas bibliografías esta dualidad se conceptúa como felicidad colectiva y felicidad privada. En otras se cita el cumplimiento estricto de los Derechos Humanos, los mínimos sin los cuales queda abolida la posibilidad de autorrealizarnos según nuestras potencialidades y nuestros entusiasmos. Despolitizar o individualizar (ambos términos significan lo mismo) los territorios compartidos es fracturar el vínculo social con el otro y poner en peligro nuestra independencia. Parece antitético, pero al despolitizarnos y truncar las alianzas nos volvemos más dependientes. El individualismo atenta contra nuestra singularidad.

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martes, mayo 08, 2018

La precariedad en los trabajos creativos

El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital es el título con el que la escritora y profesora Remedios Zafra ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Es un texto redactado con una voz propia y heterodoxa en la que mezcla el rigor de la disección y el análisis con formatos de ficción (como la originalísima idea de proponer tres finales diferentes para la protagonista), un alegato muy doliente por la demoledora realidad que pone al descubierto con prosa muy cuidada y literaria. Para evitar una lectura equívoca se podría haber titulado con el más explícito nombre de La instrumentalización del entusiasmo creativo. Ese entusiasmo es el que despierta la experiencia de la creación. «De todo aquello que podemos hacer y a lo que podemos aspirar en la vida, la exaltación creativa en sus diversas formas de imaginación, curiosidad, indagación intelectual y producción de obra parece salvarnos cuando es íntima y sincera». Esa pasión que dona vida al creador es utilizada por quien se vale de ella como subterfugio para no remunerarla. Frente al pago material o pecuniario, las prácticas creativas se retribuyen con pagos inmateriales compendiados en visibilidad, reconocimiento, ampliación del currículum, adquisición de experiencia, acumulación de prestigio, afecto. La expectativa de conseguir en un futuro el anhelado y monetarizado trabajo a través de estos tributos aparentemente temporales sostiene el malestar que provoca esta ritualizada mecánica, o esta «forma de domesticación», como le he leído a la autora en alguna entrevista. El sistema productivo emplea el entusiasmo como coartada para precarizar las producciones artísticas, culturales y académicas. De este modo el mundo de la creación ha sido expulsado del catálogo de «los trabajos de verdad». Al ejercicio creador se le presupone una gratuidad que señala que la vocación del creador y su propio despliegue son su forma de pago. Tanto es así que está mal visto o provoca impudicia sugerir un intercambio monetario por la obra derivada de un móvil creativo. Se solidifica así un trabajo que no vale dinero en un mundo en el que sin embargo cada vez se encarecen más las necesidades básicas y por tanto cada vez cuesta más dinero poder afrontarlas. La precarización es el delta inevitable en el que desemboca la vida laboral del entusiasta.

La autora analiza esta situación en un mundo en red capitaneado por las pantallas y la lucha denodada por la visibilidad. Precisamente el nuevo escenario digital acrecienta el entusiasmo de este ejército de trabajadores acechado permanentemente por la explotación y la vulnerabilidad: «La expectación creativa crece en las redes con la posibilidad de convertir trabajos vocacionales en empleo». El hábitat on line provoca individualización y despolitiza una situación cuya resolución escapa a las soluciones biográficas. Los sujetos están conectados, pero solos, y sus contratos son frágiles y profilácticos. La digitalización del mundo y la conversión del saber y el conocimiento en datos que se pueden cuantificar para conferirles un valor de mercado ha provocado la instrumentación del saber y sobre todo la eliminación de criterios que no sean los propios de la doctrina neoliberal. «Los criterios culturales no vienen ya dados por la cultura (entendida como sector específico de trabajo y práctica creativa), sino por el mercado». Unas páginas más adelante Remedios Zafra insiste en esta idea nuclear: «El viraje capitalista del conocimiento hace descansar su práctica en sistemas que buscan ante todo “objetivarse” (esa cualidad camuflada como imparcial). Sistemas que establecen como prioridad cuantificar las cosas y que, a  riesgo de simplificarlas, precisan traducirlas a datos. Podrán así viajar más rápido y ordenarse más fácilmente, empujando fuera de su lógica aquellos aspectos del pensamiento más complejos, ambiguos, matizados e incluso contradictorios». Lo que no es medible o no pasa por el canon es inútil para un sistema cuyo criterio es convertir todo en registro y datos. Un creador que no acepte esta lógica cavaría su propia tumba.

No sólo el mundo está aquejado por la infiltración del mercado en el saber y la conversión de la cultura en entretenimiento, también por la penalización de ser mujer y la feminización de los trabajos no remunerados (especialmente los relacionados con el cuidado). En este escenario los vectores protagonistas son la competitividad y su necesidad de masa trabajadora excedentaria, la inseguridad, la sumisión metamorfoseada en flexibilidad y disponibilidad ilimitadas, la rotunda falta de estabilidad, la dolorosa ausencia de proyectos de largo recorrido, la mutilación de un plan de vida significativo. La precariedad económica a la que se condenan las prácticas creativas trae implícita otras precariedades igualmente corrosivas. El marco capitalista fomenta la competición como manera de acceder al trabajo remunerado, eliminando por completo los vínculos éticos y sentimentales en aquellas actividades destinadas a la obtención de ingresos. La búsqueda de un empleo o su consecución supone acceder a un círculo cuya normatividad conculca los hábitos afectivos que sí guardan centralidad en los círculos empáticos, y que tiende al contagio tentacular de toda la realidad. «Cuando el triunfo individual implica el fracaso de los demás es en gran medida un fracaso colectivo». La solución que sugiere la autora pasa por restablecer esos vínculos de solidaridad entre los iguales «sin matar la diferencia», alianzas colectivas entre aquellos que «descubren la perversión de anular sus vínculos para que el sistema ruede sin conflicto». Todo para «reconocer sinceramente hacia el otro un "me importas", "te importo", un "nos importamos", apoyado en la igualdad y conocimiento, esa esencial forma de verdad que no cabe reducir a una falsa y reduccionista idea de objetividad».

 


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martes, mayo 01, 2018

¿Es posible el altruismo egoísta?




Obra de Bo Bartlett
Para que no haya ninguna duda me atrevo a afirmar que el altruismo no es prerrogativa de almas caritativas, sino de almas muy inteligentes. No entiendo muy bien qué tergiversación nominal y afectiva ha ocurrido para que el altruismo se asocie al egoísmo. Se define como altruismo egoísta toda acción en la que se ayuda al otro, pero la acción se pone en entredicho porque se detecta una tracción motivadora en el placer que procura intrínsecamente la propia ayuda. En el recomendable ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar se indaga con resultados sorprendentes en estas mecánicas. Es cierto que a veces la conducta altruista descansa en la gratificación personal que supone ayudar al otro, pero jamás se me ocurriría conceptuar esa motivación como egoísta. La severidad que supone definir como egoísta una acción altruista me parece una tara léxica nacida de una preocupante corrupción sentimental. La apuntada concordancia entre altruismo y egoísmo se produce en los imaginarios porque se ha hiperbolizado la idea de que ningún acto humano está exento de la búsqueda de beneficio propio, como si colaborar con el otro a su mejora, prosperidad o simplemente a que transite hacia una situación más favorable para sus intereses sea lo mismo que negarle la ayuda, sabotearle oportunidades o procurarle un daño injusto. Incluso la instrumentación del altruismo y su publicidad para elevar la cotización en el parqué social no lo consideraría egoísmo, sino narcisismo o vanidad. 

Existe una zona fronteriza en la que pueden coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años. En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado, pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.

Sostengo que no puede existir en una misma conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo, aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido, estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta debería recalificarse como altruismo inteligente. 

Si ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia, que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos convivencia.



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