martes, abril 25, 2017

Nunca discutas con un idiota



Obra de Alex katz
Se le atribuye a Kant la genial sentencia en la que se aconseja que «nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Hace unos años parafraseé esta prescripción de mi filósofo favorito alertando del peligro connatural que supone discrepar con un estólido, porque «en cuestión de uno o dos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Admito públicamente que yo muchas veces he sido víctima de este mecanismo, es decir, he sido muy idiota. Lo más grave, y lo que habla muy mal de mí, es que era muy consciente de que lo iba a ser. Presagiaba que en un minúsculo lapso de tiempo me iba a mimetizar en el idiota con el que libremente había decidido practicar un diálogo podado de los mínimos protocolarios para poder llamarlo así. Igual que una pregunta jibariza o amplifica la lucidez de la respuesta, el necio logra ahormarte a su discurso. Ahora se entenderá esta otra celebérrima afirmación, cuya autoría pertenece al novelista  Mark Twain: «No discutas con un estúpido, te hará descender a su  nivel y ahí te vencerá por experiencia». El nivel de una discusión lo instaura siempre el que menos recursos cognitivos, retóricos y sentimentales posee. Si uno acepta que un estulto lo ponga a su altura, debería saber anticipadamente que acabará cayendo muy bajo. El idiota posee la capacidad divina de moldearte a su imagen y semejanza.

Flaubert comentaba que identificamos como tonto a todo aquel que no piensa como nosotros, pero no creo que sea exactamente así. A mí me gusta calificar como idiota a todo aquel cuyo resorte identitario más radical es su impermeabilidad a evaluar los argumentos de su interlocutor, negar la predisposición a intentar comprender al otro, impugnar los argumentos de la contraparte con ocurrencias en las que no hay ni un solo argumento. Los argumentos llevan en germen capacidad demiúrgica y movilizadora, y quien desea amputársela no escuchándolos, cercenándolos con ideas peregrinas,  desdeñándolos y basculándolos hacia el desprecio porque no son suyos, o  subvalorándolos porque otorga una primacía omnímoda a sus ideas, es tonto. En las antípodas se aposenta la actitud del que decide escuchar otras visiones y abrazarse a una evidencia nueva si mejora la anterior. Una mala pedagogía nos hace creer que cambiar de opinión nos degrada. Cambiar de opinión es abyecto cuando significa el incumplimiento de una promesa, pero denota abundante inteligencia cuando uno abandona un argumento esquelético porque ha encontrado otro de aspecto mucho más saludable.

Es una pérdida de tiempo exponer argumentos a aquel que no argumenta sus ideas. Este despilfarro de energía y tiempo ocurre muy a menudo. El dogma económico, el credo religioso, las exterioridades sobrenaturales, los prejuicios, las cosmovisiones sesgadas, son sistemas de creencias que se utilizan como argumentos irrefragables cuando sin embargo son tan refutables como cualquier otro. No es una buena idea dialogar con quien en vez de argumentos utiliza creencias tan naturalizadas que las eleva al rango de certezas. Las creencias no se piensan, en las creencias se habita, y es imposible el juego dialéctico de los argumentos con quien prescinde de ellos para acomodarse en el mundo. Podríamos agregar que necio es aquel que niega que la realidad siempre es una interpretación subjetiva y por tanto expuesta a sufrir la oposición de cualquier otra interpretación sin que ocurra nada trágico porque sea así. En otros textos he definido como tolerante al que admite que todo argumento se puede objetar, frente al que defiende que todo argumento por el hecho de serlo debe ser respetado y no criticado. Hay que respetar el derecho a opinar, pero sin que ese derecho obstaculice la posibilidad de refutar el contenido de la opinión. Voy a ir más lejos todavía. En un juicio deliberativo no existe la verdad, ni tan siquiera se puede demostrar si el enunciado es cierto o es falso. En el cosmos de la deliberación solo se puede argumentar. En este universo tan particular el idiota se arroga el monopolio de la verdad. Es amo y señor de ella. Quien se cree propietario de la verdad está incapacitado para enriquecerse del poder transformador de los argumentos del otro. Está esculpido en una creencia. Está petrificado. Momificado. Fanatizado. Ya sabemos anticipadamente en qué nos convertiremos si discutimos con él. 



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sábado, abril 22, 2017

Feliz Día del Libro a los que no conciben vivir sin leer



Obra de Nigel Cox
Hoy es la víspera del Día del Libro. Me encanta esta fecha porque mi relación con los libros es justificadamente apasionada. Yo siempre reivindico mi condición de lector muy por encima de la de autor. No todos los días me dedico a plagar de líneas la brillante pantalla del ordenador, pero sin embargo sentiría una ligera orfandad si un día no leo. No concibo un día en el que las inaugurales horas del día no las dedique a mantener una charla privada con aquellos que en un acto de generosidad han decidido compartir con todos nosotros sus mejores ideas, empaquetarlas en un lenguaje aseado y a veces embellecido, estructurarlas de una manera inteligible, y donarlas para que ahora cualquiera de nosotros pueda aprovecharlas en beneficio propio. A pesar de la habituación, a mí me emociona poder hablar cualquier mañana con las mentes más preclaras de su tiempo, tener la oportunidad de saber qué piensa alguien que ha pensado mucho y bien y lo comparte conmigo por escrito. Esta oportunidad nunca suficientemente laureada nos la permite la existencia de ese soporte del conocimiento llamado Libro.

Recuerdo que en el ensayo Para qué sirve la literatura, su autor Antoine Compagnor daba con la clave: «La literatura ayuda a encontrar las proporciones de la vida». Y unos renglones después añadía: «La literatura preserva y transmite la experiencia de los otros». La lectura absorta además permite la desconexión, la imprescindible ruptura momentánea de conectividad con el exterior para poder hacer labores de minería interior. La prescripción del oráculo de Delfos se logra de manera inmediata con una buena lectura. Leer no es leer lo que aparece en las páginas del libro que uno lee, es leerte a ti a través de lo que el autor ha escrito en su libro. Más todavía. Leer es un acto de disidencia, es pura insumisión a un mundo que pugna por atrapar nuestra atención para dispersarla todavía más. Parecerá una hipérbole, pero cuando veo a alguien leyendo embelesada e inmóvilmente veo en esa persona a alguien que le está sacando la lengua a un mundo que solicita exclusividad para la utilidad contable y los aspectos mercantiles. Es una estampa excitante e insurrecta, una esperanzadora prueba de que no todo está perdido. No puedo por menos de recomendar encarecidamente aquí y en vísperas de un día como el que yo ya estoy celebrando la lectura del ensayo Metamorfosis de la lectura del historiador de medios de comunicación Roman Gubern. Pocas veces he sentido tan epidérmicamente el esfuerzo de la humanidad por encontrar contenedores duraderos en los que depositar el conocimiento. Nuestros antepasados se desvivieron por encontrar fórmulas y envases para evitar la temible desmemoria. Fue así como a través de mutaciones increíblemente creativas surgió el libro, un  pequeño recipiente al que recurrir para combatir la ignorancia aprovisionándonos de lo legado por los que nos precedieron. Quizá ahora se entienda porque es un día tan maravilloso que todos deberíamos celebrar desde nuestro rango de afortunados prestatarios.

Pero a mí me gusta dar un paso más al frente. Leer no es solo disfrutar, como pregonan los divulgadores de la relevancia de la lectura olvidándose de que son muchos los que no disfrutan leyendo, ni un acto de disidencia, ni de instrospección. Es mucho más que eso. Leer es la actividad con la que mejor se alimenta nuestro cerebro. Las palabras son su nutriente natural. Nuestra relación tanto con nosotros mismos como con los demás es una relación lingüística. La palabra configura la textura humana. Nuestra condición de existencias anudadas a otras existencias es una condición que se sostiene en una estructura empalabrada. Somos seres narrativos. Somos las palabras con las que nos historiamos y con las que intentamos que la aparente fragmentación en la que entrechocan los acontecimientos se convierta en narración sinóptica para intentar aproximarnos a comprender qué nos ocurre. Nos volvemos nítidos cuando un texto nos descubre aquellas palabras que al ignorarlas nos hacían borrosos, cuando nos invita a pensar en puntos ciegos de nuestra conducta que solo una mirada ajena nos puede aclarar. Vivimos en el relato con el que nos autobiografiamos sin necesidad ni de manuscribir en un papel ni de encender ningún dispositivo electrónico en el que teclear. Nuestra imaginación ética dota de sentido ese relato para construir el eje axiológico en el que orbita nuestra vida. Por enésima vez citaré que el alma de cada uno de nosotros no es otra cosa que la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada segundo lo que hacemos a cada instante. En un mundo que reivindica insistentemente que hay que cuidar la imagen, yo siempre matizo que es mucho más necesario cuidar las palabras. Las que decimos, las que nos decimos y las que nos dicen. La lectura es el mejor aliado para cumplir bien esta tarea. Benditos libros.



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martes, abril 18, 2017

Nadie puede decir que es humilde

Obra de Sean Cheethman

He titulado este texto de un modo provocativo y paradójico. El título parece afirmar que nadie es humilde, pero su lectura no es exactamente así. Significa que quien se sabe humilde para poder anunciarlo no es humilde, no sólo por verbalizarlo sino también por el hecho de saberlo.  He ahí la paradoja. Nadie humilde puede reconocer la humildad en él, porque entonces dejaría de serlo. El humilde no percibe su humildad, se la perciben. Si uno cree ser humilde, entonces ya no es humilde. La humildad no es un sentimiento porque nadie puede sentirla en su fuero interno, pero sí percibirla como una virtud en los otros. En el aforismo 424 del impresionante libro Aflorismos, Carlos Castilla del Pino aclara que «las virtudes se practican, no se proclaman. Hablar de la propia virtud es una obscenidad». Recuerdo otro aforismo en el que el psiquiatra cordobés se refería a la elegancia. Decía que «la elegancia no se exhibe, se advierte». Con la humildad ocurre lo mismo. Etimológicamente proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, de aquí que el humilde es el que vive pegado a la tierra, no se le ha olvidado que «polvo eres y en polvo te convertirás». Ahora mismo me viene a la cabeza una antigua canción de mi admirado Battiato en la que afirmaba querer dormir en un saco tirado en el suelo para, precisamente, no perder el sentido de la tierra. La humildad sería conducirse siendo consciente de la propia debilidad humana, sentir la insignificancia de nuestra vida en el océano tumultuoso de la vida. En griego significa pequeño. De aquí también procede la palabra humillar, que es poner a la vista la pequeñez de un tercero sin su consentimiento. Si esa pequeñez es espontánea hablamos de humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de humillación. 

La humildad es justo lo contrario al séquito en el que se encarnan las desmesuras del ego (a las que por cierto he dedicado uno de los epígrafes más extensos del ensayo La razón también tiene sentimientos -ver-). El soberbio es aquel que se cree superior a los demás, y para reafirmar su superioridad los ningunea o los subvalora. Ignora, o actúa como si lo ignorase, que participa de las mismas limitaciones que cualquiera de sus semejantes, y por eso la soberbia colinda con la idiotez. Los griegos llamaban idiota a aquel que creía que podía prescindir de los demás. Aristóteles lo resalta en la más célebre de sus sentencias: «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El humilde es aquel que ha descubierto que no puede prescindir de los demás si quiere satisfacer la más banal de sus necesidades. Sin la presencia colaboradora del otro no puede vivir bien. Como la soberbia y la estulticia comparten vecindad afectiva, la modestia es la vergüenza que nos provoca alejarnos de la humildad, aproximarnos a las provincias sentimentales en las que el ego cae en el desmedimiento y por tanto se vuelve idiota.

Existe una definición de humilde que yo deconstruyo habitualmente. Se dice que una persona es humilde cuando se quita importancia, pero yo creo que el genuinamente humilde no necesita quitársela porque en ningún momento se la ha autootorgado. Mi definición se escora hacia otros derroteros. Humilde es el que con sus actos habla de la vida minúscula y contingente que le confiere ser un animal humano. El humilde advierte su aleatoria intranscendencia como una persona que habita un lugar poblado por ocho mil millones de personas más, y que ve en sí mismo la fragilidad, la finitud, la vulnerabilidad, la debilidad, lo azaroso, la labilidad, que comparte con todas ellas por ser semejante a ellas, y a las que necesita para conjurar parte de su insuficiencia. La humildad nace del ejercicio prospectivo de la inteligencia, del mismo modo que la vanidad, que es el envés de la humildad, nace de la ausencia de inteligencia o de una inteligencia utilizada muy mal. Por eso la inteligencia y la vanidad se repelen. Es categóricamente imposible ser inteligente y no ser humilde, aunque quiero agregar que inteligente no es el que sabe mucho, sino el que sabe que por mucho que sepa siempre sabrá muy poco, que es una de las manifestaciones más cristalinas de la humildad y de la sabiduría. El humilde conoce sus límites personales, pero también la pequeñez insoslayable a la que lo arroja su textura humana. Es un ser humano, y saberlo y actuar en consecuencia le hace tratar a los demás como absolutamente iguales. Sabe que los necesita para ser el ser humano que es. Y si no lo sabe, o es un dios o es un idiota.