martes, marzo 14, 2017

La conducta indigna no arrebata la dignidad



Obra de Scott Harding
Recuerdo que en los manuales que redactamos el equipo de ENE Escuela de Negociación hace siete u ocho años para un curso on line de Negociación Estratégica en la universidad Pablo de Olavide recalcábamos permanentemente una idea, una especie de mantra secular que sin embargo liga con la sacralidad de las personas. Era el eje sobre el que pivotaba toda negociación fuera de la índole que fuera, distributiva o integradora, basada en vectores cuantitativos o cualitativos, en posiciones o intereses. El concepto era «salvar la cara al otro». Lo habíamos extraído de los ensayos de Erving Goffman y era perfecto para remarcar la idea de la relación en los procesos en los que se trata de armonizar disparidades. Desde entonces yo siempre apunto en mis clases, sean de negociación, de articulación de conflictos, de genealogía de los sentimientos, o de interacciones sociales, lo nuclear que supone en el espacio intersubjetivo «salvar la cara al otro». ¿Y en qué consiste «salvar la cara al otro»? La respuesta es muy sencilla y muy lacónica. Se trata de no cerrar nunca un acuerdo con la dignidad de la contraparte dañada o incluso ligeramente rasguñada. La negociación no persigue realmente un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado. Es difícil comprometerse con alguien que ha lesionado tu dignidad. También se antoja harto complicado que alguien se comprometa contigo si en el proceso ha sentido cómo has lastimado la idea que alberga de su identidad. De su «cara», que no has salvado.

Cuando en nuestras estrategias narrativas utilizamos el lenguaje para denigrar al otro, vilipendiarlo, o devolverle una imagen devaluada de sí mismo, estamos provocando que no coopere con nuestros intereses. Es una medida muy poco inteligente porque si la alteridad no coopera, jamás resolveremos el conflicto en contextos de dependencia mutua. Precisamente el cautiverio de la interdependencia es el que hace que tratemos de resolver el conflicto. Aquí hay que introducir velozmente una matización insoslayable. Que preservemos la dignidad de nuestro interlocutor no significa que no se pueda comunicar una crítica, una disensión o reprobar una conducta. Ni mucho menos. Significa que cuando se desee llevar a cabo alguna de estas tres coordenadas lo hagamos siempre desde la consideración y el respeto al otro.

Hace unos días escribí sobre la deferencia y la consideración (ver texto) y compartí aquí su definición: tratar al otro con el interés y el valor positivo que toda persona reclama para sí misma. Dicho desde su vertiente negativa: no magullar la dignidad del otro con la conocida capacidad de fecundar daño que posee la designación lingüística y su enorme y evocador semantismo en las interacciones verbales. En nuestra elección de las palabras descansa la posibilidad de masajear reconfortantemente o golpear agresivamente al que las recibe en sus tímpanos. Hay que recordar que la dignidad es un valor que todos poseemos por el hecho de existir, y que la conducta digna es una virtud elegida por nuestro comportamiento. Esto obliga a un ejercicio de humanidad que no todos los seres humanos ni entienden ni están capacitados para llevarlo a cabo. Que una persona se haya conducido indignamente (como virtud) no le arrebata en ningún caso la dignidad ameritada como persona. Esta distinción (algún día la explicaré y analizaré en qué consiste exactamente la conducta digna) es nuclear para la buena salud de la convivencia. Desgraciadamente muy rara vez se trazan las líneas divisorias. Ocurre que cuando una persona se comporta indignamente al prescindir de virtud en su conducta es cuando le destrozamos la dignidad como valor.  Me atrevería a decir que se trata de una inercia fruto de nuestra analfabetización sentimental. Así que sólo se puede corregir con pedagogía afectiva. Manos a la obra. 



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martes, marzo 07, 2017

El mayor acto de deferencia hacia una persona



Obra de Duarte Vitoria
Siempre he considerado la deferencia como un acto imprescindible en el rito de las interacciones para una convivencia amable. Ser deferente es una muestra  de respeto y cortesía, tener en consideración al otro con el que se comparte el trajín humano y todas las consecuencias que se citan en el contexto de la interactuación. Esta definición nos obliga a su vez a descifrar qué es el respeto y la consideración. Recurro al padre de la microsociología, el canadiense y muy estimulante para la reflexión sobre los minúsculos y cotidianos rituales interpersonales Erving Goffman (1922-1982), para que me eche una mano en este aseado ejercicio de minería semántica. «La consideración es aquella actuación en la que se preserva la cara del otro». De nuevo una definición se apoya en los hombros de otra, lo que transparenta que el lenguaje funciona redárquicamente, como todo en la realidad. «¿Y qué es la cara?», pregunto yo. Dejemos que sea de nuevo Erving Goffman el que conteste, puesto que la cara es un término pivotal en su bibliografía: «Puede definirse el término cara como el valor social positivo que una persona reclama efectivamente para sí por medio de la línea que los otros suponen que ha seguido durante determinado contacto». 

Teniendo en cuenta este andamiaje de definiciones, quizá ahora podamos desentrañar qué es la deferencia. Comparto aquí mi propia definición: «La deferencia es la conciencia sedimentada en conducta de que el otro posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo igual a la que yo solicito para mí». De ahí que la deferencia sea un comportamiento de consideración hacia el otro o, mejor todavía, hacia el amor propio del otro, o, siendo más preciso aún, hacia la cara del otro. Goffman traza dos direcciones de la deferencia: una en sentido positivo y otra en sentido negativo. En mi definición anterior yo señalo la positiva, pero la negativa guarda mucha más centralidad en las interacciones. La deferencia negativa es no lastimar la sacralidad del otro con un puñal verbal o conductual cuando su comportamiento sin embargo nos ha puesto fácil que la sajemos de un tajo. Vemos en el otro la debilidad humana de la que nosotros también estamos constituidos y en vez de conducirnos por la filogénetica reciprocidad y la apetencia pulsional de cobrarnos el Talión se despierta la motivación sentimental de la piedad. Probablemente nos hallemos en el momento más culminante de respeto a una persona, y por extensión al acontecimiento cotidiano de irnos humanizando. Después de haberlo estudiado tanto, no tengo la menor duda de que el sentimiento de la compasión  posee un protagonismo absoluto en este instante radicalmente humano. 

No se trata de desatender la reprobación de una mala conducta, o de silenciar una crítica si el otro la merece, o de acallar una disensión en un escenario de disparidad de puntos de vista, sino de no rellenar ni la apreciación ni la crítica ni la disensión con expresiones afiladamente lacerantes por muy merecedor que sea de ellas nuestro destinatario. Dicho de una manera muy coloquial, la deferencia en su punto cenital se traduce en no hacer leña del árbol caído. Goffman codifica el refrán con el nombre más académico de «rito de evitación», es decir,  «no violar la esfera ideal del otro». No herir al otro cuando sería muy sencillo infligirle daño severo es ser deferente en su dimensión negativa, que es una deferencia mucho más elevada aún que en su dimensión positiva (solidificada en los ceremoniales del elogio, la gratitud o en líneas de acción que conllevan recompensa para el otro). En la deferencia negativa descansa la consideración, no solo al otro, sino también a nosotros mismos. Goffman señala que la mejor manera de preservar el amor propio entendido como autorrespeto y como la concentración de la dignidad que toda persona posee por el hecho de ser persona, es preservar el amor propio de los demás. «Sobre todo cuando es muy fácil y muy tentador hacerlo añicos», agrego yo.



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miércoles, marzo 01, 2017

Si no dijiste nada cuando había que decir algo, mentiste



Obra de Nigel Cox
En las clases de Negociación que imparto en los cursos de Experto de Mediación siempre dedico un tiempo a explicar  la diferencia entre persuasión y manipulación. Con el tiempo he comprobado que los alumnos se suelen hacer mucho lío a la hora de delimitar sus colindantes fronteras, los espacios de intersección que en ocasiones comparten, la clónica finalidad de ambas dimensiones de convencer a alguien para que se adhiera a unos propósitos a despecho de otros. Muchas veces enturbio deliberadamente el  debate en el aula cuando agrego que también la argumentación se afana en que nuestro interlocutor abandone su idea y se aliste al lado de la nuestra. Las técnicas de la argumentación, la persuasión y la manipulación actúan sobre el poder de decisión, y ahí radica la dificultad de distinguirlas bien. Remanguémonos la camisa y pongámonos a la ardua tarea de definir los conceptos para acotar de qué estamos hablando. En Filosofía de la Negociación (Acuerdo Justo, 2015) le dedico el último de los cuatro capítulos que conforman el ensayo. La argumentación es la exposición de razones respaldando o refutando una postura. La persuasión es el mecanismo por el que intentamos lograr influir en la voluntad de los demás tratando de incursionar en su orbe emocional. La manipulación también persigue esta teleología, pero en su afán por producir influencia en el otro opaca las intenciones reales y trocea arteramente la información.  La línea divisoria entre persuasión y manipulación es que en la persuasión nuestro interlocutor conoce nuestra intención última, pero en la manipulación, no. La persuasión utiliza un panel de interesantísimas leyes persuasoras que hace que la conducta de las personas sea más predecible y por lo tanto también más maleable para pilotarla hacia la satisfacción de unos intereses concretos. No hay engaño alguno. 

El profesor y ensayista francés Philippe Breton define maravillosamente bien qué es la manipulación en su libro Argumentar en situaciones difíciles, cuyo capítulo dedicado a prevenirnos de ella es luminoso (también lo es el de la argumentación en su otro ensayo El arte de convencer): «La manipulación se engalana con el abrigo del disimulo». Unos parágrafos después Breton añade: «La manipulación es una violencia que priva a sus víctimas de capacidad de elección». En Filosofía de la Negociación subrayé el epicentro de la desemejanza entre persuasión y manipulación: «Uno se siente manipulado cuando, una vez obtenida y analizada toda la información que rodea una decisión, advierte que, si la hubiera tenido en su poder antes, hubiera tomado una decisión diferente a la que tomó. Esto también lo sabe el manipulador, que se esfuerza para que el manipulado no acceda a esa información que frustraría sus planes». Este punto es primordial y presenta un nuevo aspecto que jamás se da en la persuasión. La manipulación utiliza la mentira por omisión para levantar con éxito todo su andamiaje. 

Existen dos tipos de mentira. Por un lado están las mentiras por comisión o perpetración. Son aquellas en las que distorsionamos el relato de la realidad y le inyectamos aquella ficción que nos beneficie, o que evite desembolsar un coste. Por otro, están las mentiras por omisión. Son aquellas en las que ocultamos información relevante a sabiendas de que si la poseyera nuestro interlocutor no adoptaría la decisión con la que colma nuestros propósitos. Esta segunda tipología de mentira es muy frecuente en las prácticas sociales. En el ceremonial comunicativo desinformamos para que nuestra víctima no se decante por la opción que no nos interesa. O esquilmamos los datos relevantes de la información que compartirmos, o directamente nos amurallamos en el silencio y no intercambiamos ninguna. El silencio alumbra una mentira tan fértil como aquella otra que fabula con palabras para construir una realidad apócrifa. Como los seres humanos detestamos la disonancia que se produce entre lo que pensamos y lo que hacemos, en el peritaje psicológico justificamos el uso de este tipo de mentiras pretextando que «yo no mentí, simplemente no dije nada». Yo he escuchado este enternecedor razonamiento unas cuantas veces y me he echado a reír mientras contemplaba concentrada en mi interlocutor toda la debilidad humana y toda la elasticidad argumentativa puesta a nuestro alcance para excusarla.  No decir nada cuando decirlo mutaría la decisión de nuestro interlocutor y haría virar el curso de las cosas, es mentir. Tanto como cuando hacemos creer que existe lo inexistente.



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