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miércoles, marzo 01, 2017

Si no dijiste nada cuando había que decir algo, mentiste



Obra de Nigel Cox
En las clases de Negociación que imparto en los cursos de Experto de Mediación siempre dedico un tiempo a explicar  la diferencia entre persuasión y manipulación. Con el tiempo he comprobado que los alumnos se suelen hacer mucho lío a la hora de delimitar sus colindantes fronteras, los espacios de intersección que en ocasiones comparten, la clónica finalidad de ambas dimensiones de convencer a alguien para que se adhiera a unos propósitos a despecho de otros. Muchas veces enturbio deliberadamente el  debate en el aula cuando agrego que también la argumentación se afana en que nuestro interlocutor abandone su idea y se aliste al lado de la nuestra. Las técnicas de la argumentación, la persuasión y la manipulación actúan sobre el poder de decisión, y ahí radica la dificultad de distinguirlas bien. Remanguémonos la camisa y pongámonos a la ardua tarea de definir los conceptos para acotar de qué estamos hablando. En Filosofía de la Negociación (Acuerdo Justo, 2015) le dedico el último de los cuatro capítulos que conforman el ensayo. La argumentación es la exposición de razones respaldando o refutando una postura. La persuasión es el mecanismo por el que intentamos lograr influir en la voluntad de los demás tratando de incursionar en su orbe emocional. La manipulación también persigue esta teleología, pero en su afán por producir influencia en el otro opaca las intenciones reales y trocea arteramente la información.  La línea divisoria entre persuasión y manipulación es que en la persuasión nuestro interlocutor conoce nuestra intención última, pero en la manipulación, no. La persuasión utiliza un panel de interesantísimas leyes persuasoras que hace que la conducta de las personas sea más predecible y por lo tanto también más maleable para pilotarla hacia la satisfacción de unos intereses concretos. No hay engaño alguno. 

El profesor y ensayista francés Philippe Breton define maravillosamente bien qué es la manipulación en su libro Argumentar en situaciones difíciles, cuyo capítulo dedicado a prevenirnos de ella es luminoso (también lo es el de la argumentación en su otro ensayo El arte de convencer): «La manipulación se engalana con el abrigo del disimulo». Unos parágrafos después Breton añade: «La manipulación es una violencia que priva a sus víctimas de capacidad de elección». En Filosofía de la Negociación subrayé el epicentro de la desemejanza entre persuasión y manipulación: «Uno se siente manipulado cuando, una vez obtenida y analizada toda la información que rodea una decisión, advierte que, si la hubiera tenido en su poder antes, hubiera tomado una decisión diferente a la que tomó. Esto también lo sabe el manipulador, que se esfuerza para que el manipulado no acceda a esa información que frustraría sus planes». Este punto es primordial y presenta un nuevo aspecto que jamás se da en la persuasión. La manipulación utiliza la mentira por omisión para levantar con éxito todo su andamiaje. 

Existen dos tipos de mentira. Por un lado están las mentiras por comisión o perpetración. Son aquellas en las que distorsionamos el relato de la realidad y le inyectamos aquella ficción que nos beneficie, o que evite desembolsar un coste. Por otro, están las mentiras por omisión. Son aquellas en las que ocultamos información relevante a sabiendas de que si la poseyera nuestro interlocutor no adoptaría la decisión con la que colma nuestros propósitos. Esta segunda tipología de mentira es muy frecuente en las prácticas sociales. En el ceremonial comunicativo desinformamos para que nuestra víctima no se decante por la opción que no nos interesa. O esquilmamos los datos relevantes de la información que compartirmos, o directamente nos amurallamos en el silencio y no intercambiamos ninguna. El silencio alumbra una mentira tan fértil como aquella otra que fabula con palabras para construir una realidad apócrifa. Como los seres humanos detestamos la disonancia que se produce entre lo que pensamos y lo que hacemos, en el peritaje psicológico justificamos el uso de este tipo de mentiras pretextando que «yo no mentí, simplemente no dije nada». Yo he escuchado este enternecedor razonamiento unas cuantas veces y me he echado a reír mientras contemplaba concentrada en mi interlocutor toda la debilidad humana y toda la elasticidad argumentativa puesta a nuestro alcance para excusarla.  No decir nada cuando decirlo mutaría la decisión de nuestro interlocutor y haría virar el curso de las cosas, es mentir. Tanto como cuando hacemos creer que existe lo inexistente.



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viernes, febrero 27, 2015

La media verdad



Obra de Anna Wypych
Estos días no he dejado de interrogarme sobre la arquitectura de la media verdad mientras contemplaba cómo los celadores de nuestra felicidad colectiva la enarbolaban una y otra vez en el debate del estado de la nación. El máximo administrador del bien común no mentía, pero tampoco decía la verdad, y ese territorio brumoso y sin balizar en el que copulan la verdad y la mentira bien merece una sosegada cartografía. En las afirmaciones que son media verdad es difícil delimitar su exactitud geográfica, rotular con círculos en qué zonas la afirmación es cierta y dónde se interrumpe para transformarse en falsedad. Ahí radica la eficacia de esta maniobra dialéctica. La bibliografía señala la existencia de dos grandes tipologías de la mentira. Por un lado se encuentra la mentira por omisión, que consiste en silenciar información en aras de modificar la voluntad de un tercero, puesto que si la compartiéramos con él tomaría decisiones muy distintas que no beneficiarían nuestros propósitos (por eso se la ocultamos). Como explica José María Martínez en La psicología de la mentira (Paidós, 2005) «se miente por temor a las consecuencias». A mí me hace mucha gracia esa excusa tan coloquial que suelen soltar algunas personas convencidas de su inocencia: «No le mentí, simplemente no le dije nada». Este ardid es mentir. Esgrimir una mentira por omisión. 

Asimismo nos podemos encontrar con la mentira por comisión, aquella en la que se adultera la realidad y se incluyen aditamentos ficticios, se inventan los pasajes que mejor se acomodarán en los tímpanos de nuestro interlocutor. Adolfo León Gómez en su obra Breve tratado sobre la mentira resume muy bien ambas categorizaciones: «La mentira consiste en un acto lingüístico contrario a las intenciones, pensamientos, creencias, sentimientos, que el acto lingüístico implica pragmáticamente». Y la media verdad, ¿qué ingredientes combina para arraigar con éxito? Se trata de una falacia que participa misceláneamente del árbol genealógico de ambas mentiras. Oculta datos, fabula con otros, y los envuelve con elementos verosímiles a sabiendas de que para perpetrar una mentira con éxito es primordial intercalarla entre unas cuantas verdades. La falacia de la media verdad es muy utilizada porque además de su probada eficacia protege la reputación en el fatídico caso de que te descubran habitando una mentira. Siempre se podrá aducir malinterpretación, tergiversación, olvido sin dolo, tendenciosidad por parte del objetor, o una errática asignación de significados. La media verdad y su utilización estratégica de mentiras por omisión y por comisión, verdades parciales y calculadas ambivalencias persigue fines análogos a los de la manipulación: doblegar la voluntad de un tercero para que adopte un curso de acción que probablemente no tomaría en caso de disponer de toda la información. Recuerdo haber leído algún ensayo sobre la gestión del consultor político en el que con jerga muy técnica y enjundiosa se invitaba al político a comportarse maquiavélicamente en los debates. Se prescribía que toda pregunta destinada a un político ha de ser contestada no para satisfacer al que la formula, sino para persuadir y contentar al que la escuchará luego en un informativo o la leerá más tarde en la prensa. La media verdad se alza así en inherente estratagema política para fines proselitistas, si es que político y proselitismo no son un agotador pleonasmo.



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