Mostrando entradas con la etiqueta igualdad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta igualdad. Mostrar todas las entradas

martes, marzo 08, 2022

El feminismo es un movimiento, el machismo un comportamiento

Obra de Lita Cabellut

Hace unas semanas estaba viendo por televisión un programa en el que un hombre y una mujer cenaban juntos para a través de la conversación averiguar si tenían convergencia e intereses compartidos suficientes como para emplazarse en una nueva cita que abriera la posibilidad de una relación sentimental. Ambos frisaban los treinta y cinco años. En el intercambio recíproco de información, de repente el hombre le pregunta a la mujer qué piensa del feminismo. Con una observación teñida de cierto orgullo y tono triunfal, ella contesta que «no soy ni feminista ni machista, yo estoy a favor de la igualdad». Él empalidece, muestra estupefacción gestual ante su respuesta, y le formula una puntualización: «El feminismo no es lo mismo que el machismo. El feminismo es un movimiento, el machismo es un comportamiento». Al día siguiente esta pequeña anécdota brincaba a la conversación pública para explicar el paisaje desolador que supone que aún haya mujeres que no perciban la diferencia conceptual entre feminismo y machismo. También el abatimiento que suponía que fuera un hombre el que tuviera que revisar pedagógicamente las abismales disimilitudes entre ambas posiciones. Y que lo hiciera desde un escaparate con una audiencia superlativa.

Una regla básica de la manipulación aconseja que si alguien desea corromper la realidad lo primero que ha de corromper son las palabras que designan esa realidad. Contaminar un término es el primer paso para fracturar el poder de cambio que ese término pueda llevar semánticamente en germen, y por tanto se erige en una sencilla táctica para perpetuar los privilegios y las inequidades anclados en el estado de las cosas. La igualación de feminismo y machismo es una contranarrativa que intenta hacer creer que el feminismo es un machismo ejercido por mujeres, una conducta que espejea lo que hacen los machistas, pero mimetizado e incluso exacerbadamente por las mujeres. Esta insistencia incluso ha inventado una palabra fiscalizadora, porque quienes quieren desacreditar el movimiento feminista saben muy bien que lo que no tiene léxico no tiene existencia. En el debate público hay una corriente que no ceja en releer el feminismo como una analogía del machismo pero apuntando en la dirección opuesta, es decir, discriminar a los hombres por ser hombres, y no es así. El año pasado con motivo del 8M compartí sendas definiciones para aclarar de qué estamos hablando al esgrimir ambos términos: «Machismo es el conjunto de comportamientos y valores destinados a devaluar y degradar a las mujeres por el hecho de ser mujeres. Feminismo es aceptar que el que hombres y mujeres seamos diferentes no legitima ningún motivo de desigualdad. Las disimilitudes biológicas no deberían habilitar disparidades normativas, jurídicas y comportamentales». 

El comportamiento machista levanta una dinámica intersubjetiva en la que se coacciona, se degrada y se minusvalora a una mujer por ser mujer.  En el machismo se da una relación del nosotros (entendido como la totalidad que conformamos los seres humanos) en la que no hay un lugar simétrico para las mujeres. El feminismo pugna porque en el espacio común en el que se despliega la vida humana ningún género esté penalizado por la desigualdad. Dicho con un eslogan fácil de entender y memorizar: la dignidad no tiene género. Feminismo o machismo es una excluyente elección ética, y por tanto una manera de entender el vínculo con quienes irremisiblemente construimos convivencia política. Estoy seguro de que, incluso entre quienes ponemos empeño en erradicarlos, la herencia cultural hace que nuestro comportamiento figure atestado de micromachismos, es decir, microgestos insertados en las inercias de la vida cotidiana que a fuerza de repetirlos pasan inadvertidos y campan allí donde los radares de la conciencia no los detecta. Escuchar a quienes tienen una sensibilidad más aguda que la nuestra para señalar estos puntos ciegos de nuestra conducta y revocarlos es primordial para civilizarnos mejor. Necesitamos desasirnos de legados intelectuales que secularmente han discriminado a las mujeres para subordinarlas a través de mapas valorativos aceptados social y acríticamente. Hoy 8M es el día elegido para recordarlo y vindicarlo.

 

 Artículos relacionados:

Feminismo no es lo contrario a machismo.
Si pensamos bien, nos cuidamos.
                    Contra la dependencia, más interdepencia.

 

jueves, julio 17, 2014

Lo imposible


No podemos cambiar el mundo pensándolo con las mismas lógicas que lo han ido acotando en lo que ahora es. En el último ensayo de Zygmunt Bauman, ¿La riqueza de unos pocos beneficia a todos? (Paidós, 2014), esta idea es nuclear. El octogenario sociólogo prescribe una receta para combatir el hábito cognitivo, sortear su inercia invisible y poder mudar el estado de las cosas: «no hay que pensar con las estructuras de siempre, sino en ellas». Si alguien analiza cualquier propuesta para construir un mundo más justo y digno, un mundo con preeminencia de las personas sobre los capitales, «con» las estructuras que lo han conducido hasta la omnipresente apoteosis del beneficio económico, resulta razonable la propensión a tildarlas de ilógicas, absurdas, quiméricas, idealistas, populistas. Esta deriva se percibe muy claramente entre los cirujanos del tejido político y social inhabilitados para imaginar realidades nuevas puesto que su argumentario y su sistema de creencias están subordinados a postulados viejos. Es difícil pensar con las eternas y monolíticas narrativas y que el resultado sea un mundo novedoso y diferente al que absorben nuestros ojos. O evaluar tesis inéditas de mundos posibles y que a los añejos razonamientos de toda la vida no les parezcan ilusas y panfletarias.

Necesitamos tramitar la realidad de manera desacostumbrada y sopesar lo inusual para imaginar realidades mejores, disciplinar la dimensión creativa y arriesgada como forma de incrementar posibilidades pensadas. Resulta curioso comprobar cómo la tecnificación del mundo cada vez es más y más sofisticada, pero en la organización social la innovación es prácticamente inexistente. Leo en el último libro de Jorge Richmann, Ahí es nada (Ediciones El Gallo de Oro, 2013), un aforismo en el que se cita  a José Laguna: «La ética necesita de la poesía para poder nombrar y alumbrar la utopía. Sólo cuando se nombra lo posible, el inédito viable, las energías del presente se ponen en macha hacia el horizonte del cambio». Necesitamos pertrecharnos de pensamiento ético para pensar lo que debería ser (y no ceñirnos en exclusividad a lo que es) y luego verbalizarlo con una mira poética a pesar de que será denostado como quimérico por aquellos que trazan el mundo con el automatismo del pensamiento convencional. Creo que fue a Paul Auster al que le leí que ninguna gran idea es aceptada de inmediato por sus evaluadores porque de lo contrario no sería una gran idea. Toda ocurrencia que ha hecho acrecentar la dignidad humana fue considerada utópica e imposible en su génesis. En retrospectiva la conclusión es muy sencilla. Lo imposible prologa lo posible.  

jueves, julio 03, 2014

La revolución de la fraternidad



En el ensayo La revolución de la fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba «libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». 

En la genealogía de la felicidad está la fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado, corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar, por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros.

En el ensayo La revolución de la fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba «libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». 

En la genealogía de la felicidad está la fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado, corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar, por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros. 



Artículos relacionados: