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martes, marzo 26, 2024

¿Conectar o desconectar en vacaciones?

Obra de james Coates

Se ha hecho tremendamente popular la utilización del verbo «desconectar» cuando queremos resumir las intenciones de lo que vamos a hacer en un período vacacional. Al liberarnos de la subordinación del tiempo retribuido y al ingresar en un tiempo ajeno a la producción anunciamos que «vamos a desconectar». Al decirlo resulta insoslayable que una sonrisa atraviese corriendo nuestra cara. Por supuesto que desconectar trae adjuntado un repertorio de actividades, no es el cénit de la inacción, pero el propósito final de todas ellas es precisamente desconectar a través del olvido y la relajación de aquello por lo que nos remuneran, o de toda las ideaciones orientadas a la obtención de ingresos en el caso de formar parte del doliente ejército de personas desempleadas. Creo que se trata de un verbo cuya enunciación es poco afortunada, no solo porque se verbaliza en sentido negativo, sino porque incluso en vacaciones le otorga toda la centralidad al horizonte del empleo.

El tiempo libre es el tiempo en el que nuestra agencia es soberana y puede elegir de manera autónoma aquello cuyo criterio está dictado por el principio de placer. Las vacaciones no significan no hacer nada, sino inaugurar o proseguir con aquellas tareas que nos conectan con lo que amamos, sin que nada ajeno interfiera y groseramente nos desconecte de ellas. La máxima gratificación que podemos alcanzar con cualquiera de nuestros actos más amados es la alegría en sus diferentes gradientes: diversión, placer, agrado, gozo, regodeo disfrute, júbilo, delectación, pasión, alborozo, entusiasmo, paroxismo. Son afecciones iluminadoras que sólo prenden a través del hacer y que por tanto no  se pueden degradar a mercancías ni ser susceptibles de adquirirlas con la mediación de un intercambio económico. Aprendemos lo que amamos, y el amor en esta acepción maravillosa es la alegría que emana de entablar amistad con aquello que nos hace disfrutar porque conecta con lo más profundo del ser que estamos siendo a cada instante para desear seguir siéndolo. Muchas más veces de las deseadas en los tiempos de producción estamos pero no somos, en cambio, cuando estamos en los tiempos de vocación siempre somos. Cuando imparto clases a mis alumnas y alumnos les repito casi a diario una máxima: «Elegid la realización de aquellas actividades que os entusiasmen tanto que os fastidie tener que parar y dejarlas para mañana». Ojalá estos días de Semana Santa sean propicios para que todas y todos podamos vivir estas prácticas repletas de vida buena. Un fuerte abrazo. 

 

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martes, octubre 03, 2023

«Se acabó la buena vida»

Obra de Iban Navarro

En su ensayo Gozo, la filósofa Azahara Alonso indaga el papel de la dimensión laboral en el devenir cotidiano de las personas. En un determinado momento escribe confesionalmente que «solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones». Con la conclusión del verano y las vacaciones que se insertan en sus meses he oído en múltiples conversaciones la expresión «se acabó la buena vida». Imagino que significa que esas personas regresan a una vida que no releen como buena, les desazona, les hace tomar examen de una vida en la que apenas reverdece algo de la vida que suspiran. Líneas más adelante Azahara Alonso coloca la flecha en el centro de la diana al sostener que «disponer o no disponer de una misma, esa es la cuestión». Entre los múltiples indicadores de progreso civilizatorio hay uno que se basa en la cantidad de tiempo que disponen las personas para ellas mismas. A mayor cantidad de tiempo autónomo, mayor avance civilizacional. Un segundo indicador radica en aumentar los niveles de gobernanza sobre ese tramo de tiempo propio. Disponer de amplia soberanía sobre el tiempo de vida trae adjuntados correlatos cívicos muy plausibles y meliorativos: coronar nuevos márgenes de autonomía, incrementar la creación de proyecciones imaginativas divergentes, sentir la delectación incanjeable de ser signatarios del propio destino.   

En la civilización del trabajo asalariado este tiempo de vida propio recibe el nombre de tiempo libre. Se adjetiva así porque existe su antagonista, el tiempo de producción, un tiempo remunerado en que se está para otro que entrega parte del dinero que se gana para él a cambio de ofrendarle tiempo, conocimiento y subordinación. La existencia de este gigantesco segmento de tiempo que vampiriza el día a día nos convierte en sujetos de rendimiento, según Byung-Chul Han, o en esclavos asalariados, según el antropólogo David Graeber. Estas visiones negativas de la condición de empleados se suelen suavizar al revestirlas con la desafortunada expresión «hay que ganarse la vida», un comodín retórico que significa obtener ingresos para costearse la supervivencia, y que a fuerza de repetirlo ahora se declina tanto para zanjar cualquier contrainiciativa a la civilización del empleo como para convenir acríticamente que la vida es así. Paradójicamente ganarse la vida es una de las formas más sencillas de perderla. El tiempo dedicado a la producción y a su adjunta remuneración canibaliza el tiempo electivo (tiempos para el cultivo de vínculos afectivos, de acción política, de intelectualidad, de recreación, de fruición, de cultura, de inacción como preámbulo para las ideas) y el reproductivo, el que posibilita que la vida ocurra. De este modo se activa el sentimiento de estar postergando cíclicamente la vida que anhelamos al dar por hecho que algún día dejaremos atrás la vida productiva que ahora nos tiene secuestrados en aras de ganarnos esa misma vida que estamos perdiendo. En este vitalicio ínterin contradictorio la vida se nos va descorazonadamente deseando otra vida.  

En la civilización del empleo y la eficiencia económica una pregunta interpela a la reflexión pública. ¿Qué tiempo queda después de dedicar, directa o indirectamente, gran parte del día a trabajar asalariadamente? (o a encontrar empleo, que es un trabajo que agota tanto como tenerlo). Carlos Javier  González Serrano fórmula una inquietante interrogación en el prólogo del magnífico ensayo La enfermedad del aburrimiento de Josefina Ros Velasco: «¿Qué hacemos con la vida tras ganarnos la vida?». La pertinencia de la pregunta es tajante porque el filósofo parte de la constatación de que «hemos acabado por creer que tras la obtención de la subsistencia se esconde la posibilidad de dar sentido a esa propia subsistencia. Que solo la vida tras el trabajo es la vida que nos queda». Se puede ir deliberativamente más lejos todavía. ¿Cómo es la vida que surge de ganarnos la vida? ¿En la vida que queda después de ganarnos la vida hay suficiente tiempo de calidad para que una persona realice con continuidad tareas en las que involucra lo que considera más valioso para sí  misma como forma de acceso  a una vida buena? ¿Algo así es posible cuando a pesar de trabajar asalariadamente no se puede llegar a fin de mes? ¿Qué sentimientos albergamos las personas cuando la vida buena se disuelve delante de nuestros impotentes ojos? ¿Son sentimientos que consolidan la vida cívica o la debilitan? ¿Nos mejoran o nos empeoran? Diseccionar posibles respuestas a estas preguntas es diseccionarnos críticamente como civilización.Y comenzar a rastrear alternativas.


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