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jueves, octubre 01, 2015

Una obviedad olvidada: las condiciones condicionan



Looking for somewhere to live, de Hossein Zare
Siempre he defendido que no es muy meritorio ser digno cuando la vida no te pone en disposición de dejar de serlo. Cuando hablo de comportamiento digno o ético me refiero a la conducta de un sujeto que prefiere seguir un curso de acción en el que sabe que perderá una oportunidad valiosa para él, a cambio de no quebrar su estratificación de valores. Renunciar a un beneficio en aras de no traicionar algún principio vector de tu vida hace que la dignidad aparezca siempre escoltada de la sensación de derrota, de pérdida, de taponar el acceso a una situación mejor, de ver cómo la prosperidad pasa a tu lado pero prefieres que se aleje de ti antes que desembolsar por ella una deslealtad a tus preceptos éticos. Conviene apuntar inmediatamente aquí que para mantener intacta la capacidad de elegir en dilemas tan desestabilizadores es necesario tener satisfechas las demandas de la fatalidad humana. La elección ética empieza allí donde termina el hambre y todos sus modernos sucedáneos (penuria material, exclusión social, privación de Derechos Humanos, incluidos los de segunda generación, etc.). Recuerdo que mi admirado aunque omnívoramente pesimista Cioran escribió que todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre, y que pagamos muy cara siempre esta cobardía. Sí, así, es. Morirnos de hambre no entra jamás en nuestros planes.

Hace unas semanas leí una conferencia transcrita del siempre distendido Fernando Savater. En mitad de la charla ratificaba con un ejemplo muy didáctico la idea  que yo trato de explicar en este artículo. Savater estaba en una tarima hablando del desafío moral de la alegría, y en un determinado momento interpela al auditorio (cito de memoria, las palabras no son textuales): «Es muy fácil que ahora mismo todos ustedes se comporten de un modo ético. Están cómodamente sentados escuchando a este conferenciante,  se encuentran a gusto, disfrutan con sus palabras. Es más fácil ser éticos en estas condiciones que si de pronto hay un incendio. ¡No, no se asusten, no veo ninguna señal de que lo haya! Pero si hubiera un incendio se crearía una situación en que la moralidad se convertiría en algo más difícil. En ese instante habría que decir, espere usted, abran las puertas, pase usted primero, señora, etc., etc.». De esta  hilarante anécdota se puede inferir algo que ya no es tan hilarante. Agregar factores estresantes al medio ambiente social hace peligrar el equilibrio ético de todos aquellos que lo conforman. Si se deprimen condiciones directamente relacionadas con necesidades vitales de las personas, afloran en simétrica yuxtaposición ciertas conductas.

Yo mismo lo he comprobado muchas veces realizando un experimento con los alumnos de algunos de mis cursos. Se trata de un juego en el que exacerbo la lógica competitiva para que los participantes pugnen por satisfacer a toda costa el propósito del juego. Cuanto más apremiantes son las circunstancias, más se deteriora el comportamiento ético, más abyectas son las tácticas que emplean sus protagonistas, más probabilidades para que surja la defección y la mentira. John M. Steiner habló de una inclinación en los seres humanos que denominó durmiente. «Es la inclinación a cometer actos violentos que está hipotéticamente presente en un individuo aunque permanece invisible, y que puede emerger en determinadas condiciones propicias: presumiblemente cuando los factores que hasta entonces reprimían dicha tendencia se debilitan o desaparecen de forma abrupta». La fronteriza línea que separa la conducta ética de la que la transgrede es muy delgada. Basta con fragilizar condiciones básicas del tejido social o del microcosmos personal de un individuo para que todo se pueda resquebrajar sórdidamente. Ojalá la vida no nos ponga en ninguna situación en la que nos llevemos la desagradable sorpresa de comprobar que en la persona que creemos ser habita otra muy diferente de la que no teníamos ni la más remota idea. A todos nos conviene preservar las condiciones sociales propicias para que nadie descubra a su particular durmiente.  



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miércoles, mayo 13, 2015

Cambiar de opinión, ¿herejía o lucidez?



Sol de la mañana, 1952. Edward Hoper (1882-1967)
Hace unos días me enviaron un texto de Humberto Maturana. El biólogo del conocer y el amar solicitaba que el derecho a cambiar de opinión se incluyera en el repertorio de los Derechos Humanos. Una de las mayores imputaciones de la que puede ser acusado cualquiera de nosotros es de que «cambiamos de opinión». Lo contemplamos descarnadamente estos días de reclamos electorales. A mí me asombra comprobar cómo se abomina de todo aquel que ha mutado su cosmovisión y ahora ya no enarbola una idéntica a la que le identificaba hace treinta o cuarenta años. Se alaba el estatismo mental, se execra su ductilidad. ¿Es bueno  o malo cambiar de opinión? No contesten todavía. Se trata de una pregunta tramposa que no despeja ningún interrogante. Ocurre lo mismo con la disyunción que acompaña al título de este texto, un señuelo para captar la atención pero que deviene en huero si no se pormenoriza. Cambiar de opinión es plausible si la opinión es argumentativamente pobre y está mal confeccionada como sanciona aquella a la que ahora nos mudamos. Es un desacierto si abandonamos un argumento bien avalado porque alguien nos ha abducido emocionalmente, nos ha manipulado, nos ha persuadido a pesar de que su argumento era más endeble, nos ha engolosinado con falacias que no fuimos capaces de desenmascarar. Aquí podemos definir en qué estriba cambiar de opinión en su proyección positiva. Cambiar de opinión consiste en alistarse al lado de una evidencia que es mejor que la evidencia que uno defendía antes de conocer la nueva. Así se impide la peligrosa momificación del pensamiento. Esta adhesión no denota ausencia de personalidad, denota inteligencia. Otra cosa bien distinta es que nuestros deseos inmediatos tengan potestad sobre nuestros deseos pensados y convirtamos nuestra conducta en pura compulsión, siempre al albur de las apetencias del instante, siempre festejando disonancias y acuchillando compromisos, siempre impredecible. No. No me refiero a eso. 

La opinión nace del poder transformador de la interacción. Realmente cualquier proyecto de la índole que sea es una construcción interactiva. Nuestra opinión mantiene relaciones promiscuas con otras opiniones tanto en contextos de consenso como de disenso, degusta o contrasta al otro, convive con una pluralidad de ángulos de observación al confluir con otras alteridades, nuestro cerebro es un órgano plástico ideado para la variabilidad y la flexibilidad, y de todo este magma operando en red surge una opinión inédita, renovada o una opinión apuntalada. Para que la mutación en sus dos vertientes (o incubación de una opinión novedosa o cimentar la que ya se posee) sea posible, es indefectible la aceptación de ciertos requisitos protocolarios: predisposición al cambio, mantener bien tonificada la capacidad de inferir, no padecer déficits de nutrición argumentativa, aceptar una estratificación de argumentos, reconocer autoridades en la materia sobre la que se delibera, asentir que el estudio y la investigación de un tema otorgan prevalencia, no sentir lastimada nuestra autoestima porque alguien refute nuestra opinión, discernir entre el derecho a opinar y el contenido de nuestra opinión (que puede ser patibularia por mucho que el derecho a expresarla sea inalienable). Toda esta panoplia que ha de prologar la fundamentación de la opinión es estéril si no agregamos algo tremendamente doloroso, pero que transparenta honestidad y decencia intelectual. La construcción de la mayoría de nuestros juicios se sostiene sobre deducciones de escasa o nula solidez, sobre irracionalidades validadas alegremente por nuestro pensamiento perezoso y gregario, que sin embargo las necesita para sentirse cómodo y seguro. No sabemos nada de lo muchísimo que no sabemos, pero es que sabemos muy poco de lo que creemos saber algo. Las dos palabras que más veces deberíamos depositar en nuestros labios son «no sé». A partir de ahí empecemos a inferir. 

lunes, septiembre 15, 2014

Tenemos un dilema



No sé por qué tendemos a emplear palabras muy enrevesadas cuando existen términos muy normales que significan exactamente lo mismo. Hoy me ha pasado con el concepto «conflicto intraindividual». Leo una definición del psicólogo Kurt Lewin: «el conflicto intraindividual se produce en toda situación en que unas fuerzas de magnitudes iguales actúan simultáneamente en direcciones opuestas sobre el individuo». O sea, que un conflicto intraindividual no es otra cosa que lo que el lenguaje describe como dilema. Un dilema se origina cuando una persona tiene ante sí un objetivo apetecible pero incompatible con sus valores o con su competencia personal y por tanto necesita conciliar los desacuerdos que se producen consigo mismo. Se trata de una disyunción, o de una duda, construida con la misma cantidad de motivos a favor como los que se alinean en contra. El dilema verifica el desdoblamiento del yo en dos yoes (ese «yo es otro» del célebre verso del precoz Rimbaud). Un yo demanda un interés y el otro yo reclama su antagonismo. Hace unos meses le leí a la novelista y ensayista Siri Kustvedt la expresión que explica esta situación horrible una vez consumada: «lo hice sinqueriendo». Aparece en su novela Un verano sin hombres.

¿Qué hacer en una situación tan desasosegante? ¿Por qué opción decantarnos? ¿Qué operaciones ejecutivas debemos realizar para coger una dirección en vez de la otra y además hacerlo con ciertas garantías de estar eligiendo bien? No lo sé. Muchas veces tomamos una decisión sin saber con nitidez el motivo que la impulsa y luego racionalizamos la respuesta. Algunos autores señalan que al principio de todo está la emoción, esa chispa involuntaria y díscola que nos empuja a adentrarnos en un curso de acción en detrimento de todos los demás. A pesar de que llevamos siglos afirmando profesoralmente que las personas somos seres racionales, es bastante palmario que no es así, somos seres que racionalizamos los impulsos que nos colocan en un lado en vez de en otro. Según la neurología, nuestro cerebro toma las decisiones unas décimas de segundo antes de que las tomemos nosotros. Dicho de otro modo. Nuestro cerebro decide qué vamos a hacer y luego nosotros justificamos lo que él ha decidido, probablemente para sentir la orgullosa autoría de nuestro periplo biográfico. Creo que aprender consiste precisamente en que el cerebro decida sin pedirnos permiso lo que le hemos enseñado a decidir mucho antes de estar expuestos a la corrosión de un dilema.  He escrito «creo». No lo sé. 



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