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martes, diciembre 20, 2016

Yo y yo se pasan el día charlando


Obra de Guim Tio
Somos lo que nos vamos contando de nosotros mismos a lo largo del tiempo que vivimos. Este hecho tan cotidiano pero tan mágico depara muchas sorpresas. Como nos estamos hablando ininterrumpidamente, nos vamos dibujando con palabras, derrotando a lo amorfo para remitirnos a la concreción de una figura, compitiendo contra lo borroso en favor de lo nítido. Esa figura pretendidamente diáfana y ordenada es un relato más o menos congruente de nuestra instalación en el mundo. Rimbaud se sorprendió mucho de este desdoblamiento que hace que uno se pase el día hablándose a sí mismo. Ojo, se quedó perplejo el jovencísimo poeta que había pasado una estancia en el infierno, no un cualquiera. Todos sabemos que albergamos en nuestro interior un yo, pero lo increíble es que también se hospeda otro yo tan protagonista o más que el primero. Se trata de un yo que escucha atentamente, pero su tarea no concluye en la pasividad del que presta sus oídos con el propósito de que su interlocutor se sienta escuchado y reconocido. Este otro yo es muy activo. Interpela, discrepa, desaprueba, puntualiza, o levanta la mano airado para pedir su turno de réplica al yo al que acaba de escuchar unos argumentos poco convincentes. Rimbaud concentró este estupor en su célebre frase «yo es otro».

En mis clases sobre los aspectos sentimentales en la emergencia del conflicto cuento el asombro que nos produjo a mi mejor amigo y a mí descubrir en un relato corto de Benedetti la antológica expresión «yo y yo». Nos topamos con ella hace veinte años, y todavía hoy la utilizamos hilarantemente cuando nos preguntamos qué tal nos ha ido la semana. Nos desternillamos de risa cuando alguno de los dos contesta: «yo y yo nos hemos llevado bastante bien estos días, o «yo y yo hemos reñido y llevamos un tiempo sin dirigirnos la palabra». Lo he escrito mil o dos o tres mil veces en este espacio, pero vuelvo a anotarlo una vez más. A mí me gusta definir el alma vinculándola con esta aparente disociación. «El alma es la conversación que mantenemos con nosotros mismos a cada instante relatándonos lo que hacemos a cada momento». Lo curioso es que en este relato de nuestra interioridad palpita un yo que habla y un yo que escucha. Más todavía. En un dinamismo sorprendente cambian los papeles según las circunstancias.  Súbitamente el yo que antes escuchaba ahora no para de hablar, y el yo que enhebraba palabras enmudece al comprobar cómo su hermano gemelo le está soltando una severa homilía. Así hasta que en un punto inconcreto se ponen de acuerdo. O no.

A veces la realidad se presenta tan abrasiva que uno de los dos yoes busca coartadas para justificarse, y a la inversa, todo con tal de no tropezar con una disonancia o  con algún aspecto que nos haga sentir mal o nos obligue a abdicar de la maravillosa tranquilidad en la que duerme la posibilidad de ser felices. De este modo tan dualmente narrativo vamos decorando con palabras nuestra vida para intentar que en ese texto novelado no salgamos muy malparados. A algunos se les va la mano en la redacción de la novela y se vuelven soberbios, vanidosos, insoportablemente egocéntricos. Otros se quedan cortos y, en un exceso de introspección no contrastada con el exterior, se transfiguran en seres apocados, amilanados, habitantes de una grisura frente a la que se sienten inermes. La mayoría de las veces la redacción discurre por territorios intermedios, ni por la necedad ni por el derrotismo. Los párrafos de nuestra narración suelen incidir en aspectos en los que unas veces nos elogiamos tímidamente y en otras desenroscamos una exagerada mortificación, aunque ante todo menudean las ocasiones en las que no sucede ni lo uno ni lo otro.

Rosa Montero lo explica muy bien en su fantástico libro La loca de la casa, un ensayo sobre el papel de la imaginación en nuestros recuerdos, pero atribuible también a nuestras vivencias en tiempo real: «Para ser tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos». Podemos agregar más verbos: nos agrandamos, nos miniaturizados, nos secuestramos, nos estupidizamos, nos pavoneamos, nos paralizamos, nos entusiasmamos, nos compungimos, nos deformamos. Todo lo que nos hacemos ocurre en el interior de este relato literario. Entonces es cuando surge la sorpresa. Entre lo que creemos ser y lo que otros creen que somos aparece con toda su enormidad el abismo. O dicho con el título de la recomendable novela de Juan Bonilla: Nadie conoce a nadie.  Normal que sea así. Nadie puede leer en su totalidad la novela que han escrito los demás sobre sí mismos.



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martes, septiembre 20, 2016

Somos coautores de nuestra biografía



Obra de Malcolm Liepke
Del mismo modo que no podemos detener los latidos de nuestro corazón por mucho denuedo que pongamos en la tarea (salvo que nos suicidemos), tampoco podemos levantar un dique de separación entre el caudal de cosas que nos ocurren y el caudal de cosas que hacemos. Da igual si suministramos grandes cantidades o cantidades ínfimas de esfuerzo para evitarlo, las relaciones promiscuas que mantienen lo involuntario que acontece y lo deliberado que tratamos de que ocurra seguirán dando forma al contorno de nuestra vida. Releyendo esta mañana el ensayo Las experiencias del deseo de Jesús Ferrero, me topo con la explicación de la palabra pathos. El autor comenta que uno de los significados adscritos a este término en la antigua Grecia era «el que hacía referencia a lo que le ocurre a uno, a veces sin buscarlo, y que estaría relacionado con el accidente, con lo inesperado para el sujeto y que rompe la línea de lo previsible». La abundante aparición de elementos imprevistos e indeliberados en el decurso de una vida es el motivo por el que yo suelo señalar que no somos los únicos autores de nuestra biografía. Nuestra egolatría se revuelve ante esta constatación que rebaja nuestra soberanía, que nos hace tomar conciencia de que hemos cofirmado con otros el relato en el que se va redactando nuestra existencia. No somos los únicos autores de nuestra biografía, somos coautores, aunque el individualismo contemporáneo insista con tono inquisitivo que haciendo acopio de méritos alcanzaremos unilateralmente lo que nos propongamos, y soslayaremos con éxito aquello que obstruya esta tarea.

La gramática de vivir consiste en aceptar con estoicismo tres presupuestos constitutivos del ser que se despliega en la inmediatez permanentemente inaugural del aquí y ahora. El primero de los presupuestos radica en los hechos que se solidifican en nuestro quehacer cotidiano tras el ejercicio de nuestra autodeterminación. Se trata de un itinerario que se inicia en la deliberación, surca la decisión y desemboca en la acción. El segundo presupuesto, que afecta al acontecimiento de la persona que estamos siendo en la plenitud de cada instante, se tipifica en las decisiones que adoptan los demás en una práctica de su autonomía análoga a la nuestra, pero que, al ser todos existencias al unísono, impactan en nuestro pequeño mundo sin que podamos soslayar ni la colisión ni sus efectos salutíferos o malévolos. Y por último, el tercer vector, el más desconsiderado pero quizá el más sustancial de todos: la radiación azarosa de la vida que se abraza a nuestra cotidianidad con sus combinaciones imprevisibles. Mi frase favorita, y que repito muy a menudo en las clases y en las ponencias, hace alusión a esta aleatoriedad que nos envuelve en su placenta macroscópica: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Esta esencia arbitraria nos transporta a territorios que la capacidad predictora de nuestro siempre vaticinador cerebro no había contemplado. Prorrumpe el asombro, la perplejidad, la sorpresa, la corroboración de que lo inesperado se presenta cuando menos te lo esperas. Nos cuesta aceptarlo, pero casi todo lo que ahora posee centralidad en nuestra vida no es sino el resultado de una detonación del azar. Ocurrió como perfectamente pudo no ocurrir. O no ocurrió como perfectamente pudo llegar a ocurrir.



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viernes, mayo 29, 2015

Anatomía del cambio



La literatura sobre gestión del cambio dedica abundante bibliografía a las resistencias que generan los cambios en las personas. La palabra cambio siempre se presenta de un modo laudatorio, se le atribuye un prestigio asociado decididamente irrefutable. El cambio, mudar o alterar una cosa o situación, es un valor en sí (y por eso las siglas políticas lo enarbolan en sus eslóganes para recolectar votos), pero en una extraña paradoja a su lado suelen aparecer adosadas resistencias congénitas, inercias que suelen releerlo con animadversión. La siempre picajosa realidad indica que las cosas no son exactamente así ni de sencillas ni de dicotómicas. Los seres humanos somos reluctantes al cambio cuando las cosas van bien, pero lo deseamos cuando comprobamos que van indefectiblemente mal. Conviene agregar a este diagnóstico una variable de enorme centralidad en nuestra convivencia íntima con los procesos de cambio. Nos amistamos e ilusionamos con aquellos cambios sobre los que tenemos control, pero nos llevamos muy mal con aquellos que son impuestos sin la participación de nuestra voluntad. 

Son estas últimas permutaciones las que generan reticencias muy enraizadas. Suelen inducir estados de ánimo muy lánguidos y de ahí el estigma y la tensión que en ocasiones las acompañan. Así que los promotores de cualquier cambio intentan subvertir este segundo paisaje: que el cambio impuesto sea simultáneamente deseado. Se trataría de incidir sobre el sistema de creencias e ideas a través de todos los mecanismos de producción de influencia. Si deseamos insertar un cambio, es condición ineludible promocionar las ventajas de ese cambio, prescribir y estimular una construcción correcta de expectativas que lo hagan apetecible, objetivar el modo de implementarlas, y hacer partícipe del proceso a los implicados que absorberán las consecuencias. La literatura también defiende la dirección contraria. En determinadas coyunturas resulta muy didáctico citar el desastre al que nos conduciría la petrificación. Cierto que hay cambios que nos conducen a escenarios aparentemente peores o no deseados, pero el término de la comparación para evaluar ese cambio no es de dónde venimos, sino a dónde nos arrojaría el inmovilismo. Elegir un correcto elemento de contraste en nuestro análisis es capital para evaluar con garantías el proceso de cambio. Yo prefiero la opción de levantar expectativas que amplíen posibilidades, decisión idealista que suele provocar entusiasmo, y no recurrir a la segunda (presentar horizontes aciagos), que segrega resignación y deprime las condiciones ambientales. Siempre se cambia para incrementar lo bueno o para disminuir lo malo, nunca para lo contrario, aunque muchas veces estas fronteras se tornan muy borrosas. Bueno y malo pueden poseer significados diametralmente opuestos en función de los intereses de los actores sobre los que impacta el cambio. Y a partir de aquí todo se enreda. Bienvenidos al laberinto.



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miércoles, mayo 13, 2015

Cambiar de opinión, ¿herejía o lucidez?



Sol de la mañana, 1952. Edward Hoper (1882-1967)
Hace unos días me enviaron un texto de Humberto Maturana. El biólogo del conocer y el amar solicitaba que el derecho a cambiar de opinión se incluyera en el repertorio de los Derechos Humanos. Una de las mayores imputaciones de la que puede ser acusado cualquiera de nosotros es de que «cambiamos de opinión». Lo contemplamos descarnadamente estos días de reclamos electorales. A mí me asombra comprobar cómo se abomina de todo aquel que ha mutado su cosmovisión y ahora ya no enarbola una idéntica a la que le identificaba hace treinta o cuarenta años. Se alaba el estatismo mental, se execra su ductilidad. ¿Es bueno  o malo cambiar de opinión? No contesten todavía. Se trata de una pregunta tramposa que no despeja ningún interrogante. Ocurre lo mismo con la disyunción que acompaña al título de este texto, un señuelo para captar la atención pero que deviene en huero si no se pormenoriza. Cambiar de opinión es plausible si la opinión es argumentativamente pobre y está mal confeccionada como sanciona aquella a la que ahora nos mudamos. Es un desacierto si abandonamos un argumento bien avalado porque alguien nos ha abducido emocionalmente, nos ha manipulado, nos ha persuadido a pesar de que su argumento era más endeble, nos ha engolosinado con falacias que no fuimos capaces de desenmascarar. Aquí podemos definir en qué estriba cambiar de opinión en su proyección positiva. Cambiar de opinión consiste en alistarse al lado de una evidencia que es mejor que la evidencia que uno defendía antes de conocer la nueva. Así se impide la peligrosa momificación del pensamiento. Esta adhesión no denota ausencia de personalidad, denota inteligencia. Otra cosa bien distinta es que nuestros deseos inmediatos tengan potestad sobre nuestros deseos pensados y convirtamos nuestra conducta en pura compulsión, siempre al albur de las apetencias del instante, siempre festejando disonancias y acuchillando compromisos, siempre impredecible. No. No me refiero a eso. 

La opinión nace del poder transformador de la interacción. Realmente cualquier proyecto de la índole que sea es una construcción interactiva. Nuestra opinión mantiene relaciones promiscuas con otras opiniones tanto en contextos de consenso como de disenso, degusta o contrasta al otro, convive con una pluralidad de ángulos de observación al confluir con otras alteridades, nuestro cerebro es un órgano plástico ideado para la variabilidad y la flexibilidad, y de todo este magma operando en red surge una opinión inédita, renovada o una opinión apuntalada. Para que la mutación en sus dos vertientes (o incubación de una opinión novedosa o cimentar la que ya se posee) sea posible, es indefectible la aceptación de ciertos requisitos protocolarios: predisposición al cambio, mantener bien tonificada la capacidad de inferir, no padecer déficits de nutrición argumentativa, aceptar una estratificación de argumentos, reconocer autoridades en la materia sobre la que se delibera, asentir que el estudio y la investigación de un tema otorgan prevalencia, no sentir lastimada nuestra autoestima porque alguien refute nuestra opinión, discernir entre el derecho a opinar y el contenido de nuestra opinión (que puede ser patibularia por mucho que el derecho a expresarla sea inalienable). Toda esta panoplia que ha de prologar la fundamentación de la opinión es estéril si no agregamos algo tremendamente doloroso, pero que transparenta honestidad y decencia intelectual. La construcción de la mayoría de nuestros juicios se sostiene sobre deducciones de escasa o nula solidez, sobre irracionalidades validadas alegremente por nuestro pensamiento perezoso y gregario, que sin embargo las necesita para sentirse cómodo y seguro. No sabemos nada de lo muchísimo que no sabemos, pero es que sabemos muy poco de lo que creemos saber algo. Las dos palabras que más veces deberíamos depositar en nuestros labios son «no sé». A partir de ahí empecemos a inferir. 

jueves, noviembre 27, 2014

En qué quedamos, ¿nos gusta o nos disgusta cambiar?



Se ha divulgado exitosamente una máxima que afirma que a las personas no nos gusta cambiar. Siento disentir de este enunciado hiperbólico y, como casi todo lo exagerado, divorciado de matices. Basta con echar una mirada en derredor para advertir que este aserto es falso. Si cambiar nos provocara esa animadversión que defienden los estudiosos de la gestión del cambio, el mundo líquido analizado por Zygmunt Bauman no podría haber alcanzado la profundidad que el sociólogo señala en su bibliografía. El mundo líquido testifica la contemporánea imposibilidad de arraigar sólidamente en ninguna parte, la constatación de que todo (relaciones sentimentales y laborales, profesión, trabajo, familia, pareja, amigos, ciudad, emociones, afecto, deseos, intereses, voluntades) ha devenido en muy frágil y por tanto quebradizo y tornadizo. No hay tierra firme sobre la que asentar un proyecto perdurable. Todo es tan voluble que no podemos solidificarnos en nada perenne. La obsolescencia programada destinada a los objetos para acelerar su ciclo de vida y estimular el consumo se ha instalado también en la esfera de los sujetos y por añadidura en su cada vez más veleidoso orbe emocional.

No quiero ser maximalista. Es cierto que en ocasiones el cambio nos provoca aversión. El motivo es simple. El cambio confabula contra la costumbre, que es esa actitud que nos permite ejecutar desempeños sin que seamos muy conscientes de que los estamos realizando. Uno de mis poetas favoritos en la adolescencia escribió un poema sobre la costumbre en el que la definía como una vieja ama de casa que se instala en el hogar y se anticipa a las tareas que nosotros pensábamos hacer. Nos encanta encontrarnos cómodos en los lugares y situaciones en los que la bendita rutina nos procura ingente ahorro de energía y atención. Somos muy renuentes a los cambios impuestos, a aquellos confinados a la decisión de un tercero, a los ambientales cuyo locus de control se sitúa obviamente lejos del perímetro de nuestra voluntad, a aquellos en los que no intuimos los beneficios ni a corto ni a largo plazo y sin embargo sí visualizamos con punzante nitidez los maleficios inmediatos o el advenimiento de factores inequitativos. Pero cuando todos estos vectores no protagonizan el cambio, nos apasiona mudar. Lo hacemos de manera veloz cuando profetizamos escenarios de mejora, cuando nos adentramos hacia ese lugar en el que nos encontraremos más guarecidos y más pertrechados de certidumbre que en el que nos hallamos ahora, cuando somos nosotros los que adoptamos la decisión y tenemos las riendas de los tiempos en los que se va implementando la mutación, cuando intuimos una regeneración en la que nuestra vida brotará de un modo casi inaugural. En esos cambios no hay resistencias. Conclusión. Nos gusta cambiar y no nos gusta cambiar. Esa es la respuesta exacta.