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martes, febrero 11, 2020

La contraempatía

Obra de Takahiro Hara
La contraempatía es el sentimiento que emerge cuando uno se siente bien ante la contemplación de un otro que se siente mal. Otear su desazón provoca regocijo, la aflicción ajena opera como una motivacional palanca de hedonismo en el espectador. No digo que observar el golpeteo de la adversidad en la vida ajena provoque indolencia, lo que significaría una muy baja tasa compasiva en el sujeto, o catarsis, puesto que el conocimiento se edifica desde la comparación, sino que produce alegría, justo el antagonismo de lo que deberíamos sentir si estuviéramos bien alfabetizados sentimentalmente y en nuestro interior latiera «un buen corazón», como advierte con su habitual bagaje poético el lenguaje familiar. El idioma alemán está provisto del término schadenfreude, el deleite que despierta calibrar la desventura del otro, un otro cuya singularidad es que pertenece a nuestro mundo en alguno de los diferentes gradientes sociales, no un otro anónimo o abstracto.
 
La primera vez que me crucé con el término contraempatía fue en Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker. Su infrecuencia en el vocabulario puede anunciar su infrecuencia en las prácticas sociales, pero me temo que no es exactamente así. Aunque el despliege de lo contraempático nos parezca una práctica afectiva inusitada, se da más de lo que parece, solo que en muchas ocasiones se inadvierte, en otras nos provoca pudor comunicarla, y en otras tantas ya se ha naturalizado y por tanto invisibilizado, lo que habla mal de nuestro mundo afectivo. Pondré un ejemplo muy elocuente. Llevo un tiempo observando cómo en las redes sociales se ha popularizado una prescipción sobre la felicidad que, aunque aquí la cito literalmente, alberga una deriva que es extrapolable a otros enunciados similares. La receta dice así: «Sé feliz, aunque solo sea  por fastidiar a los demá. Cada vez que me he encontrado con este meme en el mundo pantallizado he descubierto con sorpresa que recibe una verdadera inundación de likes. Aparte de mis serias dudas sobre la existencia de la felicidad más allá de mera ideación reguladora, la felicidad se prescribe no para nutrirnos de ella, sino para provocar tristeza en el otro, que será el verdadero alimento que nos donará júbilo, grandes cantidades de shadenfreude. Hay mucha polución afectiva cuando el disgusto del que nos contempla felices es nuestra auténtica felicidad. Esta contaminación ocurre muy a menudo entre los aficionados de equipos deportivos de acérrima rivalidad, lo que refrenda la tesis de que la competición deportiva no solo es producción de espectáculo y entretenimiento, sino una manera de incardinar una lógica en nuestra relación con los demás.

En mis cursos es raro que no relate la anécdota de un anuncio publicitario con el que colisioné a diario hace un tiempo en las páginas de un periódico de tirada nacional. Se anunciaba un viaje al Caribe en el período otoñal, porque «otoño es la mejor época para viajar al Caribe». Recuerdo que al instante me inquirí a mí mismo por qué otoño era el mejor momento para ese viaje, y la publicidad ofrecía más abajo la corrosiva respuesta:  «porque es cuando más envidia puedes dar a tus conocidos». Se siente envidia cuando uno se entristece al observar la prosperidad del otro, pero dar envidia es justo lo contrario, mostrar nuestro holgado bienestar o la adquisición de un bien o un mérito con el fin de que sea el otro el que se aflija al verlo. Según la retórica del eslogan, la alegría no la proporcionaba el viaje al Caribe en sí, sino la tristeza que dispensaríamos en nuestro círculo cuando se enteraran de que nos habíamos ido de viaje justo cuando ellos reemprendían sus trabajos tras el vacacional estío.

En el discurso social se consiente una excepción de contraempatía, un instante ritualizado en el que hay permiso colectivo para mostrar la envidia o la posibilidad de que nos entristezca la alegría ajena sin que este sentimiento sea desaprobado. Ocurre cuando uno juega a la lotería y lo hace, según sus propias palabras, porque «no soportaría que a mis compañeros les tocara el gordo y a mí no». Se trata de envidia preventiva. Del mismo modo que sin prosperidad no se activa la envidia, ni la compasión sin infortunio, tampoco puede haber contraempatía sin desgracia sobre la que solazarse. El contraempático es muy empático, lo que evidencia la segregación de la empatía y la ética. Es muy empático porque se pone perfectamente en el lugar del otro, y precisamente por eso tiene la capacidad de pronosticar y entender su tristeza, y alegrarse por ello. Dicho de otro modo. Se puede ser muy empático y muy poco compasivo.


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martes, enero 16, 2018

Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal



Obra de Bryan Drury
Hace poco me encontré en las páginas del monumental y extenso Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones, de Steven Pinker, con un término que nunca antes había ni leído ni escuchado. Me llamó mucho la atención porque es el antagonismo de otro término que sin embargo goza de centralidad en los análisis de la conducta humana. Pinker hablaba de la contraempatía. Con ella definía esos accesos en los que uno se siente bien cuando otro se siente mal. Frente al amor al prójimo que preceptúan las religiones monoteístas, ya no es la abulia o el desdén de lo que le ocurre a ese prójimo, sino el regocijo que procura otear su desazón, la aflicción ajena como palanca de hedonismo afectivo. En alemán existe el término Schadenfreude, el deleite que despierta contemplar la desventura del otro. El diccionario de la RAE no recoge esta palabra, aunque reconozco que la rareza del significante no trae adjuntada ninguna rareza en el significado. Existe  frondosa vegetación léxica para explicar esos episodios sentimentales en los que un agente se siente bien al comprobar que su par se siente mal. Yo los expuse en La razón también tiene sentimientos. La malicia es el sentimiento que brota cuando deseamos el perjuicio en el otro aunque no participemos directamente en él. Es la alegría que emana cuando se contempla cómo a la alteridad le asola un revés, la vida le zancadillea, o no consigue que sus propósitos se instalen en la siempre esquiva realidad. Si nosotros colaboramos en la reciedumbre de esa adversidad, entonces hablamos de perversidad, el regodeo que nace al infligir daño o al talar las expectativas de alguien. Se aproxima al sadismo, que es el placer de hacer daño y que en su versión más extrema consiste en lastimar la dignidad que posee toda persona por el hecho de existir. También aparece por estas hediondas callejuelas el odio, el deseo de que la vida del monopolizador de nuestra atención deje de sonreírle, que puede metamorfosearse en júbilo si ese deseo se cumple.  

Hay más sentimientos que comparten vecindad con la contraempatía, pero sobre todo uno que está tan desacreditado que nadie se lo atribuye públicamente. La envidia es un sentimiento que también utiliza las variables del gozo y la aflicción. Se siente envidia cuando uno se entristece al observar la prosperidad del otro, pero dar envidia es justo lo contrario, mostrar nuestro holgado bienestar o la adquisición de un bien o un mérito con el fin de que sea el otro el que se aflija al verlo. Siempre cuanto la anécdota de un anuncio publicitario con el que me tropecé a diario en las páginas de un periódico de tirada nacional. Anunciaban un viaje al Caribe en el período otoñal porque, y cito literalmente, «otoño es la mejor época para viajar porque es cuando más envidia puedes dar a tus amigos». Según este eslogan, la alegría no la proporcionaba el viaje en sí, sino la tristeza que provocaríamos en el entorno próximo cuando se enteraran de que nos habíamos ido de viaje justo cuando los demás reanudaban sus trabajos. En el discurso social existe una excepción que permite mostrar la envidia sin que sea reprobada. Ocurre cuando uno juega a la lotería y lo hace, según sus propias palabras, porque «no soportaría que a mis compañeros les tocara la lotería y a mí no». 

En su bibliografía Peter Singer habla de empatía emocional y empatía cognitiva. Es una distinción muy interesante que sin embargo ya está establecida con otros referentes norminales en los estudios de la afectividad. La primera sería la empatía en su acotación convencional, una disposición psicológica para comprender al otro. La empatía cognitiva sería la compasión, un sentimiento radicalmente humano que nos permite sentir como propios el dolor y la alegría del otro al reflexionar en torno a nuestra condición de seres semejantes en la fragilidad, la vulnerabilidad y la conciencia de mortalidad, los tres grandes vectores de la idiosincrasia humana. La contraempatía sería puramente emocional. Se antoja harto difícil que con el concurso de la reflexión ética podamos construir una contraempatía cognitiva y conducirnos por ella. Si fuera así. desembocaría en la  maldad (ejecución de un daño en un tercero exento sin embargo de réditos personales) o en la malicia. La morbidad afectiva de ambas contraviene el ideal ético de que los seres humanos nos tratemos unos a otros como sujetos y no como meros objetos, es decir, con la dignidad que nos hemos otorgado en un ejercicio autoconstitutivo al considerarnos valiosos. Un exceso de contraempatía en un excesivo número de persona tornaría imposible la convivencia. Coexistiríamos, pero no conviviríamos. Nada que ver con lo que creemos que sería bueno que fuese.



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