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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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miércoles, noviembre 16, 2016

La pobreza agujerea el bolsillo y el cerebro



Obra de Duarte Vitoria
Se suele vincular la pobreza con la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. A pesar de que esta afirmación describe una realidad tremendamente lacerante, es una lectura muy reduccionista. Recuerdo haber escrito en un artículo de prensa de hace dos décadas que la pobreza no solo te agujerea los bolsillos hasta dejártelos vacíos, también te horada con meticulosidad el cerebro. Asociamos la pauperización a la falta de bienestar sensitivo, al hostigamiento de unas condiciones económicas muy endebles, al infierno cotidiano de contar y repensar cada moneda antes de intercambiarla por un bien imprescindible, a la expulsión del consumo como ritual lúdico, a rezar o a encomendarse a algún ente sobrenatural para que ningún imponderable por minúsculo que sea te condene a un impago o te despoje de otro recurso primario, pero nos olvidamos de cursarla también con la corrosiva y gradual pérdida de bienestar psíquico. La ausencia crónica de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana. La pobreza material no sólo trae adosadas aflicción, frustración, tristeza o pena (exacerbadas además por un contexto de opulencia y de omnipresentes relatos publicitarios que matrimonian la felicidad con el hiperconsumo), también se lleva por delante las estrategias para que cualquier persona se pueda construir como un sujeto válido. Es en los pobres  (el neolenguaje los denomina con su habitual asepsia sector vulnerable)  donde la dignidad (tener derecho a tener  derechos) pierde su condición utilitaria de mejorarnos a todos y se convierte en una palabra decorativa para embellecer peroratas políticas.

El pasado viernes el Papa celebró  un encuentro en el Vaticano con los sin techo de Europa. Francisco los exhortó a que «no perdáis la capacidad de soñar». Curiosamente eso es lo primero que se pierde cuando la pobreza atropella la vida de cualquier persona. Soñar es la ficción con la que damos forma al futuro para orientar el presente. En la miseria, el despotismo del aquí y ahora pulveriza la idea de porvenir. Nadie vive tan intensamente el alabado carpe diem como una persona acribillada por la pobreza. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del vocabulario la palabra proyecto. La gran aportación de Abraham Maslow no fue estratificar las grandes motivaciones humanas en su célebre pirámide, sino postular la imposibilidad de subir un peldaño de esa pirámide si previamente no se había alcanzado el situado más abajo. Si no se tienen cubiertas las necesidades más primarias, no sólo no se puede acceder a lo emplazado más arriba, es que ni tan siquiera uno fantasea con esa conquista. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la revocabilidad arbitraria implantada en el mercado laboral) eliminan la capacidad de construir horizontes vitales en los que proyectar nuestra autorrealización y surtir de sentido nuestra vida. Hace unos días un muy amable y versado lector de La capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de recursos es inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Matizo que una persona autónoma es aquella que elige qué fines desea para ir construyendo su vida. Esta autonomía es lo que nos hace valiosos y diferentes al resto de los animales. Ser pobre no es sólo morirte de hambre o de frío. Pobre es todo ser humano que no puede hacer uso de lo que le hace ser un ser humano.



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jueves, julio 07, 2016

La competitividad o el regreso a la selva



Cada vez que trato de explicar cómo las condiciones medioambientales impactan inexorablemente en el sujeto que somos cada uno de nosotros, suelo citar un luminoso verso de Antonio Machado: «Es muy difícil no caer cuando todo cae». Ortega y Gasset concluyó del mismo modo con el celebérrimo «yo soy yo y mi circunstancia», aunque esta glosa llevaba anudada una coda que sin embargo no ha alcanzado tanta notoriedad: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Sin embargo, tanto el individualismo de la modernidad líquida como la vitoreada psicología positiva se olvidan de nuestra condición de sujetos insertos en tentaculares redes de interdependencia. Ulrich Beck lo resume con agudeza cuando afirma que «se nos pide que busquemos soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, buscamos la salvación individual de problemas compartidos». Al vincular la supervivencia a la obtención de ingresos a través de un recurso que escasea (empleo), cualquiera de nosotros puede encontrar la solución a su problema, aunque ese hallazgo no solucione el problema. En un nicho tan competitivo como el contemporáneo, nuestra solución condena a unos cuantos individuos como nosotros a que no puedan encontrar la suya. Incluso encontrar la solución es algo momentáneo, porque siempre podemos volver a la casilla de partida. Estamos inmersos en mórbidos juegos de suma cero, donde nuestra solución trae adscrita la perpetuación del problema de todos aquellos con los que competimos por encontrarla. La psicología positiva prescribe como remedio adquirir más méritos que los demás, esforzarnos más todavía, afilar la estima personal para acumular más competencias y más opciones de empleabilidad, interpretar la adversidad como una oportunidad. Todas estas recetas no eliminan en ningún caso el problema. Al contrario. Culpabilizan individualmente a todo aquel que lo sigue sufriendo.

Se ha extirpado del discurso político y del imaginario de las personas la idea de vida en común, la cohabitación humana, los puntos nodales inherentes a la multiplicidad de interacciones, la codependencia indefectible que nos supone a todos compartir espacio, propósitos y recursos. Vivimos con los demás y los demás viven con nosotros. En La capital del mundo es nosotros yo lexicalizo esta realidad bajo la rúbrica de que somos existencias al unísono. En el ensayo Comunidad, el gran Zygmunt Bauman nos da una definición de en qué consiste ese sitio en el que se comparte la vida: «la comunidad es un lugar del que se participa por igual y se disfruta de un bienestar logrado conjuntamente». A Savater le leí la reflexión incontestable de que «estamos encerrados en el mundo con los otros». Sabiendo que hemos hecho de la convivencia un destino irrevocable, a todos nos conviene establecer procedimientos en los que las personas que están a nuestro lado tengan garantizado el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos. No competir meritocráticamente por ellos, no comprarlos como si fueran una mercancía, sino tenerlos garantizados por el hecho de ser una persona equivalente a cualquier otra persona. Como muchos sufren ceguera ética y no comprenden que la dignidad es el derecho a poseer esos Derechos, se les puede recordar el discurso primario de que su bienestar depende del bienestar de los que están a su lado. Es difícil vivir bien si a tu lado la gran mayoría vive mal.

Las personas convivimos y lo hacemos porque hemos aprendido que agrupados sobrellevamos mucho mejor que desagregados el gigantesco desafío de haber nacido. Sorteamos mejor la intemperie existencial, aumentamos el confort material y el bienestar psicológico, incrementamos las posibilidades, somos más inteligentes cuando nuestra inteligencia traba amistad con otras inteligencias, nos encontramos más seguros, podemos plenificar la vida gracias a nuestra interacción con otras vidas que nos cuidan, nos quieren, nos reconocen, garantizan colectivamente la subsanación de desgracias individuales. En la última página del ensayo de Bauman, el nonagenario profesor explica la idiosincrasia de la vida compartida: «Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a, y se responsabilice de, la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho». Nada que ver con la deriva de un mundo en el que, en aporética concordancia con el aumento del conocimiento, la tecnología y la productividad, la incertidumbre se expande, la precariedad arraiga, la pérdida de control sobre la propia vida se agiganta, la provisionalidad crece, lo lábil se aplaude y se detracta el deseo biológico de poseer certezas, lo sólido se desintegra, el futuro y la capacidad de hacer planes vitales son fulminantemente barridos del argumentario de millones  y millones de seres humanos. El mundo competitivo que predica el credo económico se asemeja cada vez más a la jungla que hace millones de años nuestros antepasados decidieron dejar atrás colectivamente porque les perjudicaba individualmente. Parece que todos nos hemos puesto cera en los oídos para desoír una dolorosa obviedad. Cuanto más competitivo es el mundo, más se deteriora la convivencia, más se complica sobrevivir, más probabilidades tenemos de hacernos daño los unos a los otros.



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martes, marzo 08, 2016

Vivimos en la realidad y en la posibilidad



Obra de Javier Arizabalo
Hace unas semanas pedí a los alumnos de mi clase del Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide que escribieran de forma anónima en un papel los dos o tres grandes deseos que anhelaban para sus vidas. Estaba desentrañando la genealogía de nuestros sentimientos sociales y quería demostrar que, al margen del contenido personal, siempre podemos clasificar nuestros deseos en una de las siguientes tres categorías, o hibridarlos en las tres. El ser humano desea la supervivencia material y el equilibrio en los balances de su economía psíquica, conectividad social y una paulatina ampliación de sus posibilidades en los ámbitos en los que se desenvuelven sus capacidades. Cuando leímos los deseos de los alumnos todos encajaban en alguna de estas divisiones, sobre todo en la última. Todos querían extender sus posibilidades. La posibilidad es aquello que aún no existe, pero que puede hacerlo si se alinean unas condiciones concretas. Se trata de una circunstancia, situación o estado que quizá pueda realizarse y encarnarse en un hecho o en un acontecimiento real, aunque se acompaña de la incertidumbre de que finalmente no sea así. No deja de ser paradójico que la posibilidad sea lo contrario a la realidad, pero es la que incuba en ella nuevas realidades. 

Si algún atributo caracteriza al ser humano por encima de todos los demás es su condición de proyecto, de posibilidad, de entidad que se va modelando según sus intereses y las eventualidades que es capaz de soslayar a lo largo de su biografía. Esta singularidad permite definir al ser humano como el animal que siempre se está haciendo.  Blaise Pascal señaló con mucha perspicacia que una hormiga y una abeja están llevando a cabo en este preciso instante lo mismo que una hormiga y una abeja de hace catorce o quince siglos. Su determinismo biólogico es tan férreo que no han podido desatarse de él. Sin embargo, cualquiera de nosotros mantiene disimilitudes gigantescas con cualquier persona que habitara el mundo hace unas décadas. El ser humano está sujeto parcialmente al sino biológico (nace, se desarrolla, a veces se reproduce y muere), pero a lo largo de este itinerario es capaz de transmutar la realidad y transmutarse así mismo. Como escribió el renacentista Pico de la Mirandola en su Elogio de la Dignidad, el ser humano es el arquitecto de su propia vida. Es autónomo porque en el marco de su determinismo biológico puede cambiar el contenido de su vida y su entorno en función de sus intereses. Las personas formamos un binomio de biología y biografía, naturaleza y cultura, genes y memes. Podemos escoger, valorar, optar. Vivimos tanto en la posibilidad como en la realidad. Es algo tan radicalmente humano que probablemente pase inadvertido para todos nosotros. Una vez más padecemos una miopía severa para lo increíble.

Hemos inventado el futuro para que el presente tenga un sitio a dónde ir. Aristóteles  hablaba de esto mismo pero de un modo más abstruso cuando explicaba que estamos pasando de la potencia al acto. Es decir, estamos intentado colmar posibilidades. Cuando se ha acusado a los ciudadanos de provocar la crisis financiera aduciendo que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» se está anatematizando nuestro anhelo de hacer posible lo posible. Por estricta definición, nadie puede vivir por encima de sus posibilidades, porque si las hace reales abandonan su rango de posibilidad. Las entidades crediticias fijaron el tamaño de las posibilidades que podían hacerse reales al decretar las condiciones de quién podía ser su prestatario. Karl Popper popularizó el aforismo «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Se trata de una falacia que sin embargo ha cosechado muchos adeptos. Como el ser humano se está haciendo siempre, el deseo innato de amplificar posibilidades le recluye en una paradoja tremendamente curiosa. El ser humano jamás vivirá en el mejor de los mundos posibles. Siempre existirá la posibilidad de que el mundo sea mejor. No es ocioso recordar que esta posibilidad es exclusiva para todos aquellos que estén vivos. Porque en este enjambre de posibilidades que somos cada uno de nosotros, no podemos olvidarnos de la posibilidad que imposibilita todas nuestras posibilidades. Cuando la muerte nos cancela como proyecto, se acabaron todas las posibilidades para nosotros. Serán nuestros descendientes los que tomen prestado nuestro legado y hagan lo propio con los que lleguen después. Esta biológica rueda de agregación produce la cultura y la mutación del mundo humano. Esta es la quintaesencia de ese mundo que llamamos civilización.



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jueves, enero 28, 2016

Hoy por mí mañana por ti


Ne in a million, obra de Didier Lourenço
Ayer me di un largo paseo por las calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras, sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo, tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico y tremendamente elocuente ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé), la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión, el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí mismo. Su mayor impulso era la compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.

Sin embargo, la compasión sin más no es suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la  justicia e insta a que se fije en los desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo realizarlos a través de las instituciones».

Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.



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jueves, octubre 01, 2015

Una obviedad olvidada: las condiciones condicionan



Looking for somewhere to live, de Hossein Zare
Siempre he defendido que no es muy meritorio ser digno cuando la vida no te pone en disposición de dejar de serlo. Cuando hablo de comportamiento digno o ético me refiero a la conducta de un sujeto que prefiere seguir un curso de acción en el que sabe que perderá una oportunidad valiosa para él, a cambio de no quebrar su estratificación de valores. Renunciar a un beneficio en aras de no traicionar algún principio vector de tu vida hace que la dignidad aparezca siempre escoltada de la sensación de derrota, de pérdida, de taponar el acceso a una situación mejor, de ver cómo la prosperidad pasa a tu lado pero prefieres que se aleje de ti antes que desembolsar por ella una deslealtad a tus preceptos éticos. Conviene apuntar inmediatamente aquí que para mantener intacta la capacidad de elegir en dilemas tan desestabilizadores es necesario tener satisfechas las demandas de la fatalidad humana. La elección ética empieza allí donde termina el hambre y todos sus modernos sucedáneos (penuria material, exclusión social, privación de Derechos Humanos, incluidos los de segunda generación, etc.). Recuerdo que mi admirado aunque omnívoramente pesimista Cioran escribió que todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre, y que pagamos muy cara siempre esta cobardía. Sí, así, es. Morirnos de hambre no entra jamás en nuestros planes.

Hace unas semanas leí una conferencia transcrita del siempre distendido Fernando Savater. En mitad de la charla ratificaba con un ejemplo muy didáctico la idea  que yo trato de explicar en este artículo. Savater estaba en una tarima hablando del desafío moral de la alegría, y en un determinado momento interpela al auditorio (cito de memoria, las palabras no son textuales): «Es muy fácil que ahora mismo todos ustedes se comporten de un modo ético. Están cómodamente sentados escuchando a este conferenciante,  se encuentran a gusto, disfrutan con sus palabras. Es más fácil ser éticos en estas condiciones que si de pronto hay un incendio. ¡No, no se asusten, no veo ninguna señal de que lo haya! Pero si hubiera un incendio se crearía una situación en que la moralidad se convertiría en algo más difícil. En ese instante habría que decir, espere usted, abran las puertas, pase usted primero, señora, etc., etc.». De esta  hilarante anécdota se puede inferir algo que ya no es tan hilarante. Agregar factores estresantes al medio ambiente social hace peligrar el equilibrio ético de todos aquellos que lo conforman. Si se deprimen condiciones directamente relacionadas con necesidades vitales de las personas, afloran en simétrica yuxtaposición ciertas conductas.

Yo mismo lo he comprobado muchas veces realizando un experimento con los alumnos de algunos de mis cursos. Se trata de un juego en el que exacerbo la lógica competitiva para que los participantes pugnen por satisfacer a toda costa el propósito del juego. Cuanto más apremiantes son las circunstancias, más se deteriora el comportamiento ético, más abyectas son las tácticas que emplean sus protagonistas, más probabilidades para que surja la defección y la mentira. John M. Steiner habló de una inclinación en los seres humanos que denominó durmiente. «Es la inclinación a cometer actos violentos que está hipotéticamente presente en un individuo aunque permanece invisible, y que puede emerger en determinadas condiciones propicias: presumiblemente cuando los factores que hasta entonces reprimían dicha tendencia se debilitan o desaparecen de forma abrupta». La fronteriza línea que separa la conducta ética de la que la transgrede es muy delgada. Basta con fragilizar condiciones básicas del tejido social o del microcosmos personal de un individuo para que todo se pueda resquebrajar sórdidamente. Ojalá la vida no nos ponga en ninguna situación en la que nos llevemos la desagradable sorpresa de comprobar que en la persona que creemos ser habita otra muy diferente de la que no teníamos ni la más remota idea. A todos nos conviene preservar las condiciones sociales propicias para que nadie descubra a su particular durmiente.  



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