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martes, julio 17, 2018

Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí


Obra de Alyssa Monks
Desde hace ya unos cuantos años se nos martillea con la idea de que sin inteligencia emocional no podemos aspirar a una vida plena y autorrealizada, pero me temo que estamos delante de un enunciado incompleto que totaliza el orbe emocional y neglige el orbe cívico. Los sentimientos son el resultado de la acción política, las emociones de la dotación genética. Por naturaleza albergamos emociones, por cultura cobijamos sentimientos. Las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí. Recuerdo que en una jornada sobre educación alternativa me referí a varias cuestiones monopolizadas ahora por la inteligencia emocional, aunque nominándolas más acertadamente como cuestiones de «educación sentimental». En el receso una profesora me confesó que le había llamado mucho la atención que empleara el vocablo sentimental en vez del de emocional. Las emociones son dispositivos grabados en nuestros circuitos nerviosos. Francisco Mora señala que las emociones se refieren a procesos inconscientes codificados en nuestro cerebro que nos empujan a defendernos de amenazas o ataques físicos. Están insertas en nuestra dotación genética. La alegría persigue mantener un curso de acción favorable o impulsarnos a la inauguración de uno nuevo. La tristeza avisa de las pérdidas y nos predispone a urdir estrategias para no tropezar en la misma falla. La ira nos suministra energía para combatir aquello que oblitera la conquista de alguno de nuestros intereses. El miedo nos alerta de una amenaza que flota en los inputs ambientales haciendo peligrar nuestro equilibrio. La sorpresa nos echa una mano para absorber la irrupción de lo inesperado. La repugnancia nos aleja impulsivamente de aquello que nos desagrada. En el instante en que la intelección actúa sobre cualquiera de estas emociones básicas, la emoción muda a sentimiento. 

La mejor prescripción que he leído sobre la articulación de las emociones señalaba con una sencillez aplastante que para regularlas bastaba con pensar en ellas. La reflexión eleva la emoción a la urdimbre sentimental. Antonio Damasio postula que las emociones básicas son primarias, pero al pensarse se convierten en emociones secundarias o sentimientos. En cualquiera de sus ensayos (pero sobre todo en En busca de Spinoza), el neurocientífico aclara que las emociones operan en el teatro del cuerpo y los sentimientos en el de la mente. Nuestro cuerpo nos dice cosas que si sabemos interpretarlas bien devienen en información entrante de primer nivel. En mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) expliqué lo que supone algo así: «Las emociones suelen alcanzar de un modo rápido la superficie facial, pero las consecuencias somatoviscerales de los sentimientos se manifiestan en el interior del organismo y por tanto se pueden ocultar o manipular». Unas líneas más adelante pormenorizo: «Si las emociones evalúan los incentivos de la recompensa y la repulsa para vertebrar la vida, los sentimientos son el resultado del que se sirve todo sujeto para orquestar la realidad según su batería de predilecciones y comparaciones». Para comprender lo que sentimos necesitamos comprender el mundo de la vida compartida. En Aprender a convivir, José Antonio Marina asegura que «todos los sentimientos pueden ser inteligentes o estúpidos. Por eso debemos enseñar a los niños no sólo a sentirlos, sino también a analizarlos».

Llevo un tiempo educando a un gato y puedo testificar que posee una inteligencia emocional parecida a la de cualquiera de nosotros. Lo que no posee es una aventura ética en la que transforme sus emociones en sentimientos y sus sentimientos en virtudes. Tampoco posee la ficción ética de la dignidad, que es sin embargo el eje central de la pericia humana y el desiderátum para afinar nuestra humanización siempre en tránsito. Puedo parecer hiperbólico, pero tiendo a recelar de todo aquel que en sus disquisiciones repite una y otra vez la relevancia de la inteligencia emocional, pero omite el valor común sobre el que se alfabetizan correctamente todas las respuestas emocionales (la dignidad). Como he escrito muchas veces, somos humanos porque nos relacionamos con el otro, habitamos una comunidad reticular, convivimos con subjetividades análogas a nosotros. Para alcanzar una convivencia afable no hay que cambiar los sentimientos que somos capaces de elicitar, pero sí hay que dar prevalencia a unos en menoscabo de otros. Toda la educación se basa en manipular el deseo, y hacerlo de un modo que lo dirijamos a lo deseable. Lo deseable forma parte de las elucubraciones éticas, fundamentales para domeñar al deseo y sentir acorde a lo deseado, un plano cuya jurisdicción pertenece al orbe sentimental, pero no al emocional. Para que esto ocurra necesitamos aprender a valorar bien, premisa para sentir bien, que a su vez es el preámbulo para actuar bien. Para este cometido urge saber cómo nos gustaría que fuese la convivencia y qué esperamos del ser humano que somos. Y ahí entra la inteligencia, pero no una inteligencia cualquiera, sino aquella que piensa con una mirada crítica, creadora y ética. Una inteligencia sentimental.



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martes, agosto 08, 2017

Los conflictos no se resuelven solos, aunque se bastan para estropearlo todo


Obra de Marc Figueras
En la literatura del conflicto existe una máxima que defiende con muy buen criterio que los conflictos nunca se resuelven solos. No es gratuito recordarlo, porque muchos actores deciden precisamente lo contrario y apelan a conductas evitativas, a la dejadez como metodología exitosa. Para ellos la mejor manera de solucionar un conflicto es abandonar los derechos de tutela y dejar que el paso del tiempo conduzca al conflicto hacia su propia disolución. Esperan que con el transcurrir de los días, los meses o los años cambie alguno de los elementos que lo originaron y todo vuelva al cauce de lo que ellos consideran natural. En casos de divergencias inanes (en algunas bibliografías se refieren a este tipo de conflicto como "picaduras de mosquito"),  es saludable no convertir en problema lo que unos minutos después se habrá olvidado o será anecdótico. Otra cosa es calcar esta táctica en incompatibilidades que se presentan con temperatura en ebullición. Desatender un conflicto o cometer la imprudencia de orientar los sensores hacia la dirección contraria al foco de las disensiones en el momento en que lo más idóneo es articularlo trae anexada una consecuencia muy peligrosa. Abdicar de la gestión del conflicto y permitir que se infecte de podredumbre emocional, impulsará una curiosa inercia que lo hará desplazarse velozmente hacia el lugar en el que infligirá más daño y acrecentará su momificación. Sé que el conflicto no posee realidad extramental, que vive en la narración tramada por los actores que lo protagonizan, pero también sé que ese relato despereza sentimientos de exclusión en una de las partes si la otra muestra desinterés por construir una historia común que sustituya satisfactoriamente a la que ha inaugurado la divergencia. Teniendo esto muy presente, no deja de maravillarme la contradicción que supone que un conflicto sea inoperante para solucionarse por sí mismo, pero sea tan resolutivo para agigantarse sin necesidad de que nadie haga nada con él.  

Ante la emergencia de un conflicto podemos desplegar distintas respuestas. Cuando sólo pensamos en la salvaguarda de nuestros intereses sin atender los del otro, competimos. Cuando pensamos en satisfacer nuestros propósitos y también los de nuestro interlocutor para amortiguar así el desacuerdo, colaboramos. La acomodación consiste en darle una mayor estimación a los intereses del otro que a los nuestros. Cuando somos creativos para colmar nuestros intereses y también los de nuestro interlocutor y rastreamos opciones conjuntamente a fin de dar con las mejores, entonces nos comprometemos y cooperamos. Cuando deseamos que todo siga igual y nos resulta indiferente el interés del otro, entramos en la evitación. Sin embargo, la incomparecencia ante un conflicto no significa la volatilidad del conflicto. Si uno no presta atención a un conflicto, ya se encargará él de que cambiemos de opinión. La experiencia insiste en recordarnos que los conflictos nunca se resuelven solos, pero ellos solos se bastan y sobran para multiplicar mágicamente su inhospitalidad y la cantidad de daño con la que arponear a quienes lo ningunearon.

El conflictólogo Deutsch cita tres escenarios distintos ante un conflicto. El conflicto está en la realidad y es percibido, el conflicto está en la realidad y no es percibido y, por último, el conflicto no está en la realidad pero es percibido. Creo que falta un cuarto escenario. El conflicto está en la realidad, es percibido por las partes pero una de ellas se inhibe como parte implicada. Aunque parezca una tautología, el conflicto sólo se soluciona si los implicados desean solucionarlo, lo cual exige como premisa que las dos partes se sientan implicadas. Resulta una perogrullada, pero para resolver un conflicto necesitamos inexorablemente la colaboración de aquel con quien nos ha estallado. Partiendo de esta premisa, un conflicto no se soluciona por más empeño que ponga uno en su resolución, si la otra parte no está por la labor. He escrito solucionarlo y no zanjarlo o terminarlo, que no es lo mismo.

Existe profusa bibliografía en la que se listan qué elementos intervienen en un conflicto. Sintetizando podemos señalar una abigarrada mixtura en la que aparecen las personas que lo protagonizan, las posiciones que mantienen, los intereses que persiguen, los grados de poder que esgrimen, los sentimientos que afloran en la interacción, el tipo de relación, la percepción del problema, los valores personales, los protagonistas secundarios que muchas veces no se ven pero que guardan una incidencia estelar. Creo que un elemento primordial que habría que añadir en la fisonomía del conflicto es el deseo de solucionarlo, y su anverso, el deseo de eternizarlo. En las clases y talleres yo suelo repetir que del mismo modo que dos no riñen si uno no quiere, dos no compatibilizarán jamás la discrepancia si uno de ellos no está dispuesto a ello. El deseo de solucionar el conflicto prologa y posibilita la gestión y la posible resolución del conflicto. Ese deseo se nutre de la salud cívica, el alfabetismo sentimental, la epidérmica conciencia de interdependencia, la cultura del acuerdo, la pedagogía del diálogo, el ideal regulativo de la paz, la sensibilidad ética, el conocimiento del politeísmo de valores personales en la acción humana y por tanto la necesidad de aprender a convivir con la disparidad y la contradicción. Ese deseo no solo ejerce de vanguardia. Ese deseo evita la soledad del conflicto. Y ya sabemos que nada bueno puede ocurrir cuando el conflicto anda por ahí él solo.




lunes, mayo 04, 2015

Manual de civismo



Manual de civismo (Ariel, 2014) es una obra destinada a explorar la conducta cívica. Lo firman dos autoridades muy conocidas, la catedrática emérita de Filosofía moral y política Victoria Camps, y Salvador Giner, catedrático emérito de Sociología y Ciencia política.  La primera edición es de 1998, pero ahora se presenta revisada y actualizada. Aunque el título de la obra se autorreferencia como un manual, estamos más bien delante de un ensayo, un ensayo de ética. El civismo es el compromiso de cada uno de nosotros con la vida de los demás. Somos existencias vinculadas a otras existencias, biografías que se cruzan con otras biografías, no podemos no vivir la vida en común,  y ese destino irrevocable nos obliga a pensar y tratar al otro con responsabilidad y deferencia. De este hecho transcendente de sociabilidad deriva la definición más canónica de civismo: el modo de vivir en la ciudad, o el modo de vida propio del ciudadano. Necesitamos articular comportamientos y modos de convivencia que armonicen las voluntades de  las personas, muchas veces divergentes por intereses dispares, valores disímiles, criterios egoístas, escasez de recursos, o el muy humano deseo de sojuzgar al otro. 

Los autores analizan en qué consiste ese buen comportamiento cívico para orquestar saludablemente esta convivencia en la vida privada, el trabajo y la vida pública. Son esferas diferentes pero que sin embargo se interpenetran y se retroalimentan. Las personas seguimos siendo personas tanto si estamos en el confort del hogar, en el nicho ecológico de la actividad retribuida o dando un paseo por la calle. El civismo se aprende practicándolo, aunque la mejor manera de enseñarlo es a través del ejemplo de nuestra conducta correcta. El aprendizaje invisible de las interacciones se convierte así en el auténtico maestro que no necesita aulas ni ofertas curriculares para impartir sus lecciones. El civismo se acaba convirtiendo en una ética de mínimos que debería suscribir cualquier ciudadano al margen de su procedencia, ideología y religión (frente a la ética de mínimos, la ética de máximos individualiza el contenido de la felicidad). Se trata de que nuestra condición de sujetos yuxtapuestos a otros sujetos nos obligue a tratar a los demás con consideración y respeto. Los autores explican la genealogía de ese respeto que es el principio maestro del propio civismo: «lo que nos hace respetar a los demás es el respeto a nosotros mismos, la conciencia de nuestra propia dignidad. Queremos a los otros y les queremos para vivir juntos una vida mejor y asegurar un futuro próspero para la humanidad». Dignidad, he ahí la piedra filosofal de todo lo que necesitamos para fomentar lo valioso.



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martes, abril 07, 2015

«No quiero que se compadezcan de mí»



Obra de Bo Bartlett
La compasión es el sentimiento que hace suyo el dolor ajeno, las punzadas de daño que asesta observar el sufrimiento y las penalidades de otro. Surge cuando la contemplación de la desgracia que padece alguien prende en nuestro interior como si su titularidad nos perteneciera.  La socióloga Helena Béjar en su fantástico ensayo El mal samaritano (Anagrama, 2001) se refiere a ella como asumir la aflicción del otro como si fuera nuestra. En los noventa el filósofo Aurelio Arteta dedicó un libro a la compasión con el fin de limpiar su mala fama intelectual y elevarla hasta donde realmente se lo merecía. El subtítulo de su obra era elocuente: «Apología de una virtud bajo sospecha». Arteta trasvasó la compasión de sentimiento a virtud en tanto que la virtud pertenece a la esfera moral. La compasión sería «una virtud capaz de extender la solidaridad desde nuestro sentido del nosotros a los que hasta entonces eran simplemente ellos». En sociedades individualistas donde priman el interés y el beneficio propios, no sólo se privatiza el dolor, también la posibilidad de que alguien pueda sentirlo honestamente al contemplarlo, como si el dolor fuera una propiedad privada que no puede abandonar la reclusión del yo para adentrarse en el territorio compartido del nosotros. De aquí surge esa interpelación que se ha convertido en una muletilla, ese «no quiero que se compadezcan de mí», una frase malograda que veta a que alguien haga suyo el dolor o la fragilidad que ve en un congénere y la posibilidad de contrarrestarlos a través del amparo, la ayuda o la prestación de recursos.  

Desdeñar la colaboración nacida de la empatía del dolor supone un duro revés para el discurso cívico. Como le leí hace poco a Leonardo da Sandra en su Filosofía para desencantados, «el lema rector de toda civilidad debe ser buscar el mayor beneficio para la mayor cantidad de gente el mayor tiempo posible». Pero ¿alguien se puede embarcar en una tarea cívica así de descomunal si nos negamos a que nos ayuden porque no deseamos compartir nuestro dolor? La legitimidad o ilegitimidad de la compasión, su narcisismo o su altruismo, parece que estriba en las motivaciones que nos impulsan a ella. Podemos compadecernos por una pura lógica de la reciprocidad, tanto directa o indirecta, para que nos ayuden a nosotros si alguna vez nos encontramos en una infausta situación similar. Podemos  actuar por la gratificación intrínseca que supone aliarse con el desdichado, lo que hace que utilicemos al otro para sentirnos bien nosotros.

Pero también podemos guiarnos desinstrumentalizadamente al comprobar que todos pertenecemos al género humano y que nuestra condición de seres frágiles deambulando por la vida sin destino fijo, ni certezas, ni inmunidad a la adversidad biológica (cuitas, dolor, enfermedad, decrepitud) que tarde o temprano nos visitará, requiere la participación de nuestros congéneres para reducir nuestra vulnerabilidad. Nos impulsaría una cuestión ética, el humanismo que destila nuestra identificación de equivalencia con el otro, lo que, como defiende Arteta, convierte la compasión más en una virtud que en un sentimiento. La filósofa norteamericana y experta en el estudio de las emociones Martha Nussbaum explica que la compasión como emoción racional se transforma en justicia. La compasión se transfigura en ética, en civismo, en sociabilidad, en conciencia de nuestra interdependencia de seres frágiles que conviven con otros seres frágiles en espacios compartidos en un lapso concreto de tiempo que llamamos vida. El clásico susurró: «Nada humano me es ajeno». Podemos parafrasearlo aquí: «Todo dolor humano me es propio».



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miércoles, marzo 18, 2015

Primer aniversario de La educación es cosa de todos...

Hoy hace un año que se editó el libro La educación es cosa de todos, incluido tú (Editorial Supérate, 2014). Similarmente a los demás libros que he redactado, decidí escribirlo para aprender. Trataba temas que no sabía bien, pero que tenía muy claro que después de una larga temporada conviviendo a todas horas con ellos acabaría sabiendo. Esto mismo me ocurre con prácticamente todos los artículos que publico aquí. No sé muy bien lo que pienso hasta que no leo lo que he escrito. Esa es la palanca motivadora que me impulsa a cavilar, tomar notas, repasar bibliografía y finalmente poner mis dedos a bailar en el teclado de la computadora. Escribir se erige así en una actividad que desafía al caos, que ordena un tumultuoso magma de ideas que no cobra sentido y gobernabilidad hasta que no se encapsula en palabras y aserciones. Así que escribí La educación es cosa de todos, incluido tú para saber lo que no sabía, para combatir mi ignorancia o acaso para ampliarla, puesto que cada vez estoy más persuadido de que no sabemos lo mucho que no sabemos y sabemos muy poco de lo poco que sabemos. Para remachar el clavo de este inquietante paisaje, cuando alguna vez llegamos a creer saber algo simultáneamente incrementamos dolorosamente la conciencia de nuestra vasta ignorancia.

El libro que hoy celebra su primer cumpleaños es una poética de la convivencia. Treinta y tres epígrafes parcelados con vocación de manual para una lectura fragmentada y de consulta. Es una obra transdisciplinaria y orgullosamente promiscua, encantada de establecer lazos íntimos con materias muy diferentes. La educación es aprender a admirar lo admirable, escribió Platón, pero esta afirmación se presentaría huérfana si no añadimos que además de admirarlo hay que reproducirlo en nuestra conducta, fomentarlo con nuestro comportamiento, incardinarlo en el barómetro que mide la temperatura de lo para nosotros es importante y lo que no, llevarlo a nuestro productor de sentido y a nuestro constructor de metas. Esta orografía es a la que yo me refiero cuando señalo que la educación acontece a cada instante, sobre todo cuando no nos damos cuenta, y que por tanto no es patrimonio exclusivo de los establecimientos educativos ni de sus ofertas curriculares. Está en el aprendizaje invisible que recorre las interacciones a las que estamos obligados por nuestra condición de existencias vinculadas a otras existencias. Ojalá su lectura anime al lector a convertirse en promotor de una realidad más habitable para todos. 

martes, diciembre 02, 2014

Donde compartimos oxígeno deberíamos compartir también palabras

Como profesor de la Escuela Sevillana de Mediación, sus directores Javier Alés y Juan Diego Mata me invitaron a participar la semana pasada en una de sus habituales ideas. Grabar una breve charla sobre Conflictos y Mediación con un profano en la materia. La idea neurálgica de mi intervención fue que discutan las palabras para que no se peleen las personas. El ser humano dio un salto cualitativo en la historia de la humanidad el día que pasó de emplear la fuerza para satisfacer sus intereses a esgrimir pacientemente la palabra. Sigmund Freud escribió que la civilización se inauguró en el momento preciso en que uno de nuestros antepasados en vez de atacar a su congénere arrojándole enfurecidamente un sílex le profirió un insulto. Las palabras son la distancia más corta entre dos cerebros que anhelan entenderse, donde compartimos oxígeno con los demás deberíamos exigirnos compartir palabras, pero esta sofisticada tecnología no ha erradicado el uso de la fuerza y el uso de la violencia. Los seres humanos disponemos de la maravillosa creación del lenguaje (y de su siniestro envés, la mentira), pero simultáneamente también somos fácil presa de pulsiones primitivas que lo soslayan a la hora de conseguir nuestros propósitos. Necesitamos seguir reivindicando algo que de puro obvio se nos olvida. La palabra posee el patrimonio exclusivo de la solución de los conflictos. Por la fuerza se pueden terminar, pero no solucionar. Eso sólo le compete a la palabra. A la palabra educada, cívica, argumentada.