jueves, diciembre 17, 2015

El amor mal entendido y mal expresado



Obra de Edward Hopper
Existe la popular creencia de que el noviazgo consiste en que dos personas se vayan conociendo gradualmente. Recuerdo que en sus muy recomendables Barbarismos Andrés Neuman desmontaba esta teoría. Explicaba, y cito de memoria, que el enamoramiento es ese periodo en que dos personas hacen todo lo posible para que ninguna conozca realmente a la otra. La seducción consiste en satisfacer las demandas del otro, de tal manera que uno aparta aquella información que pueda contravenir ese propósito. El gran drama de muchas parejas empieza a larvarse precisamente en este instante de comunicación distorsionada. Dicho de un modo lapidario. El mal que aqueja a las parejas es que tomaron la decisión de serlo cuando estaban enamoradas. Si no recuerdo mal, algo similar le leí hace tiempo a Carlos Castilla del Pino. La situación nos conduce a un callejón sin salida. Si no se está enamorado es difícil levantar un proyecto afectivo, y si se está, no se dispone ni de la información ni de la objetividad más idóneas para adoptar una decisión bien calibrada. Al contrario. El amor es una excitante anomalía de la atención que sesga la información en aras de refrendar las predicciones más nucleares que nuestro enamoramiento ha elaborado de la persona de la que nos hemos enamorado. La graciosa expresión «el amor es ciego» no es tan banal como puede parecer. Es una forma llana de explicar que el enamoramiento activa en nuestra economía cognitiva el sesgo de confirmación para validar aquella información que previamente ya habíamos recolectado.

Todo esto además tiende a hipertrofiarse cuando el amor desaparece del corazón de una de las partes, pero no de la otra. A mí me gusta apuntar que para construir una relación sentimental se necesita un acuerdo bilateral, pero su disolución se puede llevar a cabo unilateralmente sin que la parte que lo decide infrinja nada. De repente uno padece el síndrome de Romeo y Julieta. Al no poder estar con la persona amada, el amor se agiganta (es decir, la anomalía de la atención toma dimensiones de seísmo), el despechado sufre la colonización de una ley persuasora basada en la escasez y en la incertidumbre de la gratificación. La antropóloga Helen Ficher explicó químicamente esta tragedia en su incisivo ensayo Por qué amamos. Secretamos dopamina cuando la recompensa tarda en llegar, pero, y esto es cardinal, siempre y cuando creamos que puede llegar. Surge así la mórbida relación del desamor y la esperanza de poder derrocarlo para así acceder de nuevo al reino del que fuimos desterrados. Es a partir de este instante cuando se escuchan líricas barbaridades. 

Es cierto que el amor es una palabra muy polisémica que no significa nada si no se especifica, pero podríamos encontrar cierto consenso en que el amor es la felicidad que nos procura comprobar cómo alguien logra alcanzar sus fines, y a la inversa, cómo ese alguien se siente feliz cuando somos nosotros los que coronamos los fines elegidos para nuestra vida, y por ello se decide compartir la convivencia y todo lo que trae anexada. Tengo malas noticias. Esta idea del amor desaparece de las canciones de amor. No es ninguna trivialidad porque inconscientemente las canciones levantan acta notarial de la alfabetización sentimental dominante. El argumentario amoroso de la mayoría de las letras de las canciones es tremendo. Ayer escuché una canción amartelada cuyo estribillo aullaba un «no puedo vivir sin ti». Es una expresión muy recurrente en el cancionero que a fuerza de repetirse parece esculpida en mármol y por tanto inmunizada a cualquier impugnación. Hace poco también escuché en otra pieza otro razonamiento igualmente perplejizante: «sin ti la vida duele menos». Existe una canción tremendamente popular en la que también alguien recuerda que «sin ti no soy nada». Estas hipérboles son muy frecuentes en el imaginario.

Padecemos una curiosa propensión a lanzar mensajes negativos en vez de enfatizar la mejora que supone compartir la vida con alguien que queremos y que nos quiere. Ayer mismo lo hablaba con un profesor, que está urdiendo ejercicios para que aprendamos a traducir correctamente los mensajes y le demos una orientación positiva. Es muy fácil y muy enriquecedor. En vez de argumentar que «no puedo vivir sin ti» se puede aclarar que «puedo vivir sin ti, pero preferiría no hacerlo». En vez de soltar el confuso «sin ti la vida duele menos» podemos afirmar un sencillo «disfruto más la vida estando juntos». Frente al «sin ti no soy nada» podemos señalar «contigo soy más». Para no caer en esa falacia de que «el amor me ha hecho sufrir», podemos sincerarnos y aclarar que «el amor no correspondido me ha hecho sufrir». Podemos permutar el masoquista «yo aún podía soportar tu tanta falta de querer» (que escuché en la radio hace unas semanas), por el incomprensible para mí pero más transparente en su construcción lingüística «quiero estar contigo incluso aunque tú no quieras estar conmigo». A mí jamás se me ocurriría mantener una relación con alguien que me soltara esta afirmación escuchada en la estrofa de una canción: «Yo prefiero morir a tu lado a vivir sin ti».  Eso sí, no tengo la menor duda de que me encantaría estar con alguien que me dijera y a quien yo pudiera decirle: «Estoy tan a gusto a tu lado que me apena que solo tengamos una vida por delante». Pura pedagogía en positivo. 



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